Hay algo casi enternecedor, por lo ingenuo, en ese proyecto que acaba de airear el Gobierno regional de Madrid, el de tratar de atraer hacia su jurisdicción a los bancos de la City de Londres en una suerte de remake financiero del Bienvenido, Mister Marshall de Berlanga. Porque si algo deja entrever la empresa es un desconocimiento que linda con lo enciclopédico sobre cómo funcionan los asuntos del Dinero (con mayúsculas) no solo en Europa, sino en el mundo entero. Pensar en serio que a los grandes intermediarios financieros británicos se les podría pasar por la cabeza la posibilidad, siquiera remota, de instalarse en Madrid tras el Brexit supone, simplemente, no saber qué es la City. Cavilar en serio que factores por entero irrelevantes como el clima, la gastronomía, el urbanismo, las infraestructuras de transporte, el idioma o los estilos de vida podrían empujar a los banqueros de Londres a deslocalizar su (inmenso) negocio es ignorar lo más básico sobre cuál es el papel del Reino Unido y las empresas de la City en los flujos transnacionales de medios de pago que definen al capitalismo globalizado contemporáneo.
Ocurre que los bancos de la City tienen sus sedes en Londres no por azar, sino porque necesariamente deben residir allí para poder llevar a cabo su comercio. Alguien tendría que explicar a las cándidas autoridades madrileñas que más de la mitad del comercio mundial pasa, al menos nominalmente, por los llamados paraísos fiscales. Más de la mitad, sí, de todo el dinero que viaja a diario por el mundo en forma de cobros y pagos. Bien, pues todo ese dinero, un volumen de circulante sencillamente inconmensurable, acaba recalando, más pronto o más tarde, en la City de Londres. Y no por casualidad, ni tampoco porque a sus dueños les encante la niebla o la comida inglesa. Esa montaña de dinero se dirige siempre a Londres, y nunca a la Puerta del Sol o a la Castellana, porque los mentados paraísos fiscales jamás han dejado de constituir territorios sometidos a un régimen colonial encubierto. En consecuencia, dependen del control efectivo, si bien convenientemente maquillado para mantener las formas, del antiguo Imperio Británico, la metrópolis a la que nunca han dejado de pertenecer en realidad.
¿Cómo llegar a entender, si no, la desproporcionada exuberancia financiera de la City sin tener en cuenta en el papel estratégico de esos folclóricos Estados de pandereta cuya misión es atraer capitales errantes de todo el planeta hacia la Gran Bretaña. ¿O alguien se cree aún que un país de chiste, las Islas Caimán, podría ser la quinta potencia bancaria del planeta si no fuera algo más que una pintoresca pantalla bananera del Gobierno de Su Majestad Isabel II? Y otro tanto cabe decir, en fin, de Gibraltar, Jersey, las islas Tucas y Caicos, las islas Vírgenes británicas o Bermudas. La City jamás de los jamases se moverá de Londres. ¿Cómo se puede ser tan ingenuo?