Hay una manera muy sencilla y eficaz de luchar contra el déficit público: subir los impuestos. El Gobierno español, sin embargo, prefirió bajarlos media hora antes de las elecciones. Se puede ser popular y se puede ser serio, pero las dos cosas a la vez acostumbran a resultar incompatibles. Y Rajoy, faltaría más, optó por lo popular. De ahí la multa. Un asunto recurrente, ese de la definitiva frivolidad fiscal del PP, que invita a una consideración más general sobre la tributación en España. ¿Se pagan muchos impuestos en nuestro país? Desde la honestidad intelectual, no resulta fácil dar con una respuesta rotunda, sin matices. En un contexto normal, esto es sin tener en cuenta la distorsión en los ingresos y gastos públicos achacable a la crisis, la presión fiscal española ronda el 39% del PIB. ¿Y eso es mucho o poco? Depende. En Alemania sería poco (allí supera el 44%). Y en Dinamarca, modelo que tanto gusta a los ejecutivos de Ciudadanos y PSOE, sería poquísimo, una miseria: ellos alcanzan por norma el 56%. En Dinamarca, país muy próspero, los votantes se muestran dispuestos a pagar impuestos muy altos de grado, como se ve. En Estados Unidos, país más prospero aún que Dinamarca, ocurre justo lo contrario: los electores ansían pagar lo mínimo, nada a ser posible.
¿Y en España? Aquí estamos más cerca de los norteamericanos que de los europeos del norte. Y la explicación a esa disparidad tiene que ver, y mucho, con ese concepto tan etéreo llamado cohesión social. Al cabo, si en Estados Unidos no existe el Estado del Bienestar es por la cuestión racial. He ahí la genuina (e inconfesable) razón última de la naturaleza minimalista de su Estado: históricamente, los blancos no han querido costear servicios públicos que iban a utilizar los negros y los hispanos. Sensu contrario, daneses, suecos y noruegos, pequeñas comunidades nacionales muy vertebradas y homogéneas en los planos cultural y económico, tienden a mostrarse predispuestos a ser solidarios con los que consideran iguales a sí mismos. ¿Y nosotros, los españoles? España es hoy, y por efecto directo de la Gran Recesión, uno de los países más desiguales de Europa. Y desigualdad es sinónimo de distancia, también afectiva, también moral, entre grupos y clases sociales. En la España low cost de ahora mismo, uno de cada dos trabajadores por cuenta ajena no paga nada a Hacienda, absolutamente nada, ni un céntimo, en concepto de IRPF. Sí, la mitad exacta de los asalariados españoles, el 50% de la población ocupada, no tributa por ningún impuesto con excepción del IVA.
Ganan tan poco dinero, mil euros o menos al mes, que están exonerados de realizar siquiera la declaración de la renta. Dicho de otro modo: el Estado del Bienestar español se ve obligada a financiarlo en exclusiva la clase media. Algo que económicamente acaso puede resultar hasta viable, pero que políticamente esconde en su seno una bomba de relojería llamada a explotar más pronto que tarde. Las capas medias, granero tradicional del grueso de los apoyos a los dos grandes partidos del sistema, PP y PSOE, resultan en extremo refractarias a los impuestos no porque hayan leído a Milton Friedman, sino porque tienen que pagar unos colegios públicos que no desean para sus hijos, amén de una mutua privada para no verse haciendo colas de meses en la puerta de un quirófano estatal. Por eso, bajo ningún concepto, se pueden subir los impuestos directos en España, so pena de perder las elecciones. Porque el problema, el genuino, el profundo, el de verdad, no son los impuestos sino el maldito modelo productivo.