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José García Domínguez

Suiza y la renta universal

Si no cambiamos de modelo productivo, más pronto o más tarde, seremos Grecia. Así de simple. Así de crudo.

Suiza, un país donde todo el mundo trabaja y gana dinero, acaba de repudiar vía referéndum la iniciativa de instaurar una renta básica universal para los que no trabajan y, en consecuencia, no ganan dinero. Desde Paul Lafargue, aquel yerno suicida de Marx que escribió El derecho a la pereza tras un largo viaje por España, el debate a cuenta del ingreso mínimo garantizado tiende a adoptar en todas partes un sesgo moralizante que desvía la atención de la faceta que debiera ser principal. Y es que lo en verdad sustantivo a ese respecto no es si la creación de una renta mínima, se le llame como se le llame, desincentiva a la gente para trabajar. El argumento de peso que invita a rechazar ese tipo de recetas no es ese tan recurrente, el de los estímulos a la vagancia, sino otro mucho menos obvio. En Suiza, igual que en España, los contrarios a la renta básica suelen armar su razonamiento crítico siempre en torno a la misma tesis, a saber, la de que esas transferencias incondicionales de dinero afectarían de un modo pérfido a la actitud de los beneficiarios, lo que los condenaría a la dependencia perpetua de las ayudas estatales. Algo que, sin dejar de andar muy cerca de la verdad, no apela sin embargo al flanco más recusable de la idea.

Quienes así razonan tienen in mente solo la mediocridad ontológica de los trabajadores cesantes que se aferrarían a esa variante posmoderna de la sopa boba de los conventos. Olvidan la mediocridad no menos ontológica de los empresarios que aprovecharían la subvención apenas velada para seguir produciendo lo fácil, lo barato, lo ineficiente y lo cutre. Como ha escrito alguna vez Miquel Puig, el economista que mejor ha entendido la naturaleza perversa del modelo productivo español, la renta básica que aquí postula Podemos no entra en colisión, sino todo lo contrario, con la manera canónica de entender la economía en España, ese consenso transversal que reúne a los tecnócratas de PP y PSOE en torno a una doctrina común. A fin de cuentas, desde ya hace varias décadas, al menos cuatro, el éxito del sistema hispano se basó en crear muchos puestos de trabajo, cuantos más mejor, destinados a las personas que ni saben ni quieren saber.

Y eso, los cientos de miles de empleos de camareros, dependientes de comercio y operadores de telemárqueting, de los que tan orgullosos se mostraron Aznar y Zapatero en su momento –al igual que Rajoy estos días–, no haría más que crecer hasta el infinito con la puesta en marcha de la renta garantizada. Al cabo, el problema no reside en que los trabajadores sean todos unos vagos estructurales. Aunque la existencia de la renta básica no los animase a rechazar los trabajos poco cualificados y mal pagados que se les ofertasen, ese tipo de empleos seguirían proliferando en España de modo exponencial. No cambiaremos de modelo productivo mientras los empresarios mediocres y los trabajadores mediocres sean premiados con estímulos institucionales para que puedan ahondar en su ecuménica mediocridad. Y si no cambiamos de modelo productivo, más pronto o más tarde, seremos Grecia. Así de simple. Así de crudo.

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