En las últimas semanas hemos asistido a la publicación de los datos de déficit de las Administraciones Públicas, que ha rebasado el límite marcado por Bruselas en cuanto al cumplimiento de los objetivos de estabilidad.
Se ha producido una reacción conducente a centrar la responsabilidad de la desviación en las comunidades autónomas (CCAA). Y es cierto que una gran parte de la desviación se produce en el ámbito regional, pero no podemos quedarnos ahí, sino ahondar en el porqué.
Las regiones tienen asignada la competencia descentralizada de tres grandes servicios esenciales, como son la sanidad, la educación y los servicios sociales, y prestan, en gran parte, un cuarto servicio, también esencial, que vertebra la economía, que no es otro que el transporte. Pues bien, esos cuatro servicios consumen alrededor del 90% del presupuesto de una región. Del 10% restante, un tercio, al menos, corresponde al capítulo 1, es decir, los sueldos y salarios de los empleados públicos.
Por tanto, el margen que queda fuera de esos servicios es más bien pequeño, y cubre materias que aunque no sean esenciales son importantes. Es decir, ese margen que una región tiene para ajustar gastos se limita a alrededor del 5% de su presupuesto, margen que no se puede contemplar en su totalidad, pues hay servicios, dentro de ese 5%, que hay que seguir prestando.
Ante esto, ¿qué pueden hacer las regiones? Pueden racionalizar el gasto -intentos hubo en el pasado en Madrid, por ejemplo, pese a la oposición de propios y extraños-, pero eso también tiene un margen de mejora limitado. Que reduzcan las regiones, entonces, el gasto en el conjunto de servicios, podría decirse; pero aquí nos encontramos con un problema: esas competencias que tienen transferidas las CCAA, cuyos servicios tienen que prestar a sus ciudadanos, vienen recogidas en lo que se llama cartera de servicios, marcada por normativa básica estatal, de obligado cumplimiento.
Es decir, que por mucho que una región quiera disminuir un determinado gasto, o prestar un servicio de una determinada manera, que racionalizase el gasto, no puede hacerlo porque la normativa básica estatal le dice qué servicio tiene que prestar y con qué dimensión. Puede ampliar la cartera de servicios, pero nunca reducirla.
Pues bien, sin unas profundas reformas en esa normativa básica estatal que aligeren la cartera de servicios no podrá acabarse estructuralmente con el déficit regional. El Gobierno de la Nación impulsó unos RDL en Sanidad y Educación en abril de 2012 que pretendían ahorrar estructuralmente 10.000 millones de euros a las regiones. Sin embargo, ni la reforma fue tan profunda ni se obligó a las CCAA, en la práctica, a aplicarla.
Y he aquí el segundo elemento necesario para acabar con ese déficit regional: que una vez se produzcan las reformas que permitan a las regiones ahorrar, el Gobierno las obligue. Puede hacerlo: basta con que estrene la magnífica LO 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Si se hubiese aplicado, muchos males se habrían evitado.
Estéticamente, claro que las CCAA tienen que reducir entes, cargos y contener salarios, y por supuesto que no es de recibo que se permita el mantenimiento de embajadas y una multitud de televisiones autonómicas. Todo ello debe racionalizarse, o incluso eliminarse en el caso de esas oficinas de representación, pero no resolverá el déficit.
Puede proponerse, alternativamente, una reforma constitucional que elimine las CCAA y devuelva al Gobierno central la competencia sobre esos servicios, pero, con independencia de su conveniencia o no para otros temas, económicamente no se resolvería el problema; simplemente, se cambiaría de rúbrica, y en lugar de tener un agujero en las regiones, éste se encontraría en la Administración central.
Puede impulsarse un déficit a la carta -aunque ha quedado más que demostrado lo que siempre dijo Madrid, que era un incentivo al incumplimiento y, por tanto, perjudicial para lograr alcanzar los objetivos de estabilidad-, o múltiples mecanismos adicionales de financiación, se llamen FLA o se edulcoren con el nombre de Fondo de Facilidad Financiera, pero de nada servirá, pues eso no ataja ni impide el gasto, sino que se limita a pagarlo, amén de ser contraproducente para las regiones solventes.
Sólo una reforma profunda de la normativa básica estatal que permita modificar la prestación de servicios para hacerlos sostenibles y poder mantener el grueso de los mismos hará posible acabar con el déficit regional. O reformas o déficit. Obviamente, la elección racional es clara: reformas.