Mi amigo el destacado periodista canario Antonio Salazar llamó mi atención hacia una entrevista en El Semanal de ABC con Alejandro González Iñárritu, el premiado director mexicano de El renacido.
Su incapacidad de entender la creación de riqueza le hace incurrir en los tópicos antiliberales al uso, empezando por el del agotamiento de los recursos ya a principios del siglo XIX, cuando transcurre la aventura de Hugh Glass, un héroe, pero que para el director debió de ser un malvado, porque era un cazador: "Mientras las mujeres lucían sombreros de piel en Europa, aquí se producía un auténtico exterminio animal". Pero cazar no es igual a exterminar: hay que analizar con cuidado para ver cuándo son sinónimos, y eso suele ocurrir cuando las instituciones del capitalismo no existen o son quebrantadas, en particular la propiedad privada y los contratos voluntarios. Si ellas se mantienen, los cazadores no exterminan lo que cazan, porque les llevaría a la ruina.
Pero para don Miguel no hay creación de riqueza: "El capitalismo fundamentalista de hoy se parece mucho al de aquella época. La codicia es un fantasma hambriento que nunca está satisfecho". No se entiende bien qué significa que el capitalismo sea "fundamentalista", pero si quiere decir que las instituciones del capitalismo rigen en un grado muy superior al del pasado, eso es demostrablemente falso, dadas las mayores usurpaciones de los Estados en todo el mundo. En cuanto a la codicia brutal, es extraño que piense que los vicios aumentan: ¿cómo sabe que hoy la codicia es mayor que antes?
Hablando de vicios, dice: "El cine nació infectado por el virus del dinero", como si fuera una enfermedad querer ganar dinero. Pero añade: "No soy un hombre de negocios, pero soy un hombre responsable manejando el dinero. Y luego, como en toda empresa, desde la consulta de un dentista hasta un periódico, se producen diferencias y conflictos. Es lo normal en las relaciones humanas. Al final tienes que preguntarte: ‘¿valió la pena?’. Y para mí esta película valió cada centavo que gastamos y cada conflicto que vivimos".
Es un curioso desenlace. Tras despotricar contra los vicios que al parecer predominan entre la humanidad codiciosa y las empresas enfermas por el virus del dinero, va y afirma que "lo normal en las relaciones humanas" es lo de ser responsables manejando el dinero y cuidar que los gastos y las inversiones valgan al menos lo que cuestan en todos los sentidos, lo que está muy bien.
En cambio, lo que está menos bien son las fantasías políticamente correctas sobre el control empresarial de la política: "México debería desprenderse de las corporaciones. Ningún Gobierno debería tener integrantes que, por un lado, sirvan a la comunidad y, por otro, sean asesores de empresas privadas".
Aquí cabe observar, primero, la idea de que los Estados están dominados por las empresas, lo que está lejísimos de ser cierto: si lo fuera, entre otras cosas los impuestos sobre las empresas habrían bajado considerablemente, lo que no ha sucedido en ninguna parte del mundo.
Y, por fin, la antigua falacia de que cuando uno está en el Gobierno, entonces sirve a la comunidad, mientras que si uno está en una empresa privada no lo hace.