¿Por qué alguien que no se dedique a importar plátanos y que resida en Nueva York, Chicago, Lugo o Tenerife puede tener algún interés en constituir una sociedad anónima en el registro mercantil de Panamá o en cualquier otro remoto enclave del Pacífico? Descartadas las variantes más explícitas de la delincuencia común, la respuesta a ese enigma nos remite a los tiempos de la guerra de Vietnam. Aquella matanza no solo desquició a la sociedad norteamericana, sino que también acabó con cualquier posibilidad de equilibrio en las finanzas de Washington. La disyuntiva a la que se vio sometido Estados Unidos para poder asumir el coste del conflicto fue simple: o aceptar el colapso económico del país o transformarse en un paraíso fiscal. No había otra alternativa. Los déficits crónicos a que dio lugar Vietnam, déficits que luego se agravarían aún mucho más con las bajadas de impuestos de Reagan, abocaron a Norteamérica a un dilema crítico. Las grandes empresas necesitaban a toda costa financiarse con la emisión de bonos. Pero, en caso de colocarlos en el interior de Estados Unidos, tendrían que competir con la deuda del propio Estado, lo que dispararía los intereses por las nubes. La única salida viable era comercializarlos en Europa. Pero había, ¡ay!, un pequeño problema tributario. Cualquier bono americano estaba sometido a una retención fiscal del 30% sobre su rentabilidad. En cambio, cualquier activo similar comprado en el paraíso fiscal llamado City de Londres estaba sometido al 0% de impuestos, todo merced a la gran comedia de la soberanía ficticia de sus antiguas colonias en el Pacífico. La disyuntiva para un inversor europeo era sencilla: o pagar un 30% por un bono yanqui o no pagar nada por otro exactamente igual, pero inglés.
Kennedy tenía un problema: deseaba imperiosamente seguir manteniendo aquel tributo del 30% para costear la guerra, pero al mismo tiempo necesitaba imperiosamente que las corporaciones americanas consiguiesen financiarse en el extranjero. Un circulo imposible de cuadrar, salvo si los muy orgullosos Estados Unidos de América consentían rebajarse a actuar como cualquier república bananera del Tercer Mundo. Y a Kennedy no le quedó más remedio que consentirlo. Así fue como Norteamérica se transformó en un paraíso fiscal. La fórmula técnica del asunto se conoce desde entonces como el "sándwich holandés". Las multinacionales americanas abrían una sucursal ficticia en las Antillas Holandesas, huelga decir que un territorio exento de impuestos, y emitían sus bonos desde allí. A su vez, un flamante tratado comercial internacional entre Estados Unidos y el Gobierno de las Antillas garantizaba que las matrices repatriasen todos los beneficios sin pagar ni un céntimo al fisco norteamericano. Así se hacía. Y así se sigue haciendo. Todo muy legal, por lo demás. Nadie se extrañe, pues, de que, según la Auditoría General de Estados Unidos, el 83% de las mayores empresas del país dispongan a estas horas de filiales en paraísos fiscales.
Y después están los precios de transferencia, que son la otra parte del juego. Supongamos que una empresa matriz con sede en Lugo – o en las islas Canarias – compra un bolígrafo Bic por un millón de euros a su propia filial en Panamá. La adquisición del carísimo bolígrafo provocará que la matriz lucense – o canaria – no obtenga beneficios contables ese año fiscal. Así que no tendrá que pagar nada a la hacienda española en concepto de Impuesto de Sociedades. Por su parte, la filial panameña habrá hecho el negocio del siglo con la venta del boli, pero tampoco tendrá que pagar nada de nada al fisco panameño, si es que existe tal cosa. A qué extrañarse de que, según un informe de la Auditoría Nacional de Gran Bretaña emitido en 2007, un tercio de las mayores empresas del país no hubieran pagado nada en concepto de impuestos durante el año anterior, 2006. Ni una mísera libra esterlina, nada de nada. Al otro lado del Atlántico, en la década de 1950, las grandes corporaciones empresariales norteamericanas pagaban aproximadamente dos quintas partes de los impuestos que se cobraban en Estados Unidos; a día de hoy, esa proporción se ha reducido a apenas una quinta parte. La presión fiscal, por lo demás, es la misma: lo que falta lo pagan los demás. Durante el Antiguo Régimen, es sabido, la aristocracia y el clero estaban exentos de pagar tributo alguno. Así, alegre y gozosa, transcurrió su existencia hasta que, llegado el siglo XVIII, compareció en la fiesta un tal Robespierre.