Si hay un argumento ridículo en la discusión pública sobre los paraísos fiscales es ese de que gracias a ellos "los pobres" (léase la clase media) "pagamos más". Lo cierto es que las clases medias estamos ya sometidas a la máxima presión fiscal de la que los estados son capaces y, al contrario, de no existir los paraísos fiscales y esa posibilidad de escaparse un poco a la voracidad recaudatoria, nuestros queridos políticos apretarían aún más la soga.
Y es que se habla mucho de los paraísos fiscales, que son pocos y cada día menos, pero a mí me preocupan más los infiernos fiscales, que son muchos y cada día más.
Es una batalla perdida, lo sé, sobre todo porque los que quieren que los demás paguemos cantidades cada día mayores de impuestos se arman con una batería de argumentos falazmente bienintencionados, y parece que todo lo que obligadamente entregamos al Estado se dedica a pensiones, colegios, hospitales y otras beneficencias varias. Ni hay corrupción, ni burocracia, ni funcionarios tocándose los pies en los ministerios y consejerías, vaya.
En cambio, los que defendemos no ya los paraísos fiscales sino la necesidad de que el Estado afloje su mordisco vampírico sobre nuestras yugulares somos presentados como unos atroces insolidarios, que estamos deseando que los niños mueran de hambre por las calles, como durante Holodomor.
Llama poderosamente la atención que, puestas así las cosas, no haya todas las mañanas largas colas de ciudadanos que quieran entregar aún más de su dinero a Hacienda, ese ente benéfico para el que nunca parece haber suficientes recursos y en el que cada euro invertido parece revertir directamente en la felicidad de un niño, un anciano, una persona hospitalizada, un inmigrante…
Quizá esta curiosa ausencia en el entusiasmo pagador se debe a que, en el fondo, incluso esos inquisidores que se amontonan en las redes sociales como una turba presta al linchamiento saben que pagar menos impuestos no sólo es racional y lógico, sino que es bueno. Y lo es por una razón básica: que todos sabemos dar a nuestro dinero un uso más racional y razonable que esa inmensa maquinaria estatal cuyo fin último no es procurarnos felicidad, sino garantizar su propia existencia.
Los hipócritas se escandalizan de que el rico quiera, como el pobre, pagar menos impuestos –con la peculiaridad de que el rico normalmente ya paga muchísimos más–, pero a mí lo que me resulta escandaloso es que un españolito normal con un sueldo medio-bajo trabaje entre cinco y seis meses para el Estado; que un mileurista esté generando en realidad un salario de 1.500 euros de los que a él le llegan bastante menos de mil entre unos sablazos y otros; que cuando usted y yo llenamos el depósito la mitad sea para un estado que no ha hecho nada para traernos la gasolina; que al pagar el recibo de la luz el que hace negocio no sea la empresa que nos la suministra tanto como los políticos que nos masacran a tasas, primas y ayudas que ellos conceden graciosamente y que nosotros pagamos. Y así con todo.
El escándalo no es Panamá y no son los paraísos fiscales, benditos los que los alcanzan, el escándalo son los infiernos fiscales en los que la voracidad del Estado y de los que pastan del presupuesto nos obligan a vivir.