Cuando escribo estas líneas carezco de información sobre el resultado de la reunión de pastores programada para hoy, jueves, entre la Mesa General de Funcionarios del Ayuntamiento de Madrid, integrada por las fuerzas sindicales, de un lado, y, de otro, la Sra. Gerente de la Ciudad, representando la voz de la Concejalía de Hacienda de la Villa y Corte, si es que aún puede utilizarse la histórica denominación.
Lo que sí que sabemos hasta los menos avezados es que se negocia reducir la jornada de trabajo de algunos empleados municipales (digo bien, "algunos"; ¿quiénes? ¡Ah!) a 35 horas semanales, frente a las 37,5 actuales, que, aun incrementadas de las anteriores 35, siguen suponiendo un privilegio respecto de las 40 horas que, digamos, es la regla general de los que ganan su pan en el sector privado.
Además de las horas contabilizadas, cuenta este personal con otros privilegios equivalentes, que tampoco están a disposición de los empleados del sector privado: días libres para asuntos propios (los famosos moscosos, tan cotizados en el sector público), y hasta reducciones de jornada por razones económicas, como tener que ahorrar en calefacción, cerrando para ello centros de trabajo.
Salvo que la reunión concluya en que la reducción de jornada laboral comportará una reducción proporcional en la remuneración, que no creo sea el caso, estaremos ante el anunciado aforismo, donde los pastores reunidos (ninguno de ellos pone en juego su propio patrimonio) decidirán la muerte de la oveja que no está presente en la negociación: los ciudadanos de Madrid.
Si la conclusión es la dádiva anunciada de reducción generosa de jornada para algunos, ¿estamos ante un caso de prevaricación, de dilapidación de recursos públicos o, quizá, de administración desleal? ¿Quién defiende en ese concierto de voluntades al ciudadano, a ese ciudadano que no piensa presentarse a las elecciones municipales?
La bonhomía del servidor público (la autoridad), con dispendios de recursos que no pertenecen a su propio peculio, suele tener un rendimiento elevado en términos de voto llegadas unas elecciones. No suele abundar el deseo caritativo en quien así administra; como máximo, podría ser un gesto solidario ante la holganza, que, no se sabe por qué, se considera inserta en la propia condición humana.
Pero hay un coste que no conviene soslayar. Es bien cierto que la inmensa mayoría de los funcionarios y empleados públicos, en cualquier nivel de la Administración, son verdaderos servidores públicos, que se afanan en resolver problemas de los administrados. Sin embargo, estas dádivas privilegiadas generan en su contra una aureola de injusticia del predominio público frente a la situación ordinaria de lo privado.
¿Deberían los afectados reivindicar, frente a la actitud sindical y a la afabilidad de la autoridad pública, el reconocimiento a su función y la estima a su esfuerzo y dedicación, por un trabajo sin privilegios?
El bulo originado por estas actuaciones, no por falso deja de dañar el honor de las personas honestas. El dulce pastel contiene, con frecuencia, una guinda envenenada.