Este dicho castellano, tan elocuente en su significación, deja vislumbrar una melancolía derivada en lamentación. En definitiva, los molestos lodos que ensucian nuestras vidas son simples consecuencias de no haber desempolvado los escenarios previos de nuestra sociedad.
Aun a sabiendas de que voy contra corriente, hoy necesito adentrarme en el cierre provisional del sector público autonómico, porque la gravedad del mismo, la muestra de su incapacidad para administrar recursos y las consecuencias a corto y largo plazo de su prodigalidad para la nación entera bien merecen su consideración.
Hablamos mucho de la necesidad de asegurar el orden jurídico, sin el que no cabe vida armónica de una sociedad. Sin restar un ápice a ello, poco o nada se dice del orden económico, que en modo alguno puede soslayarse, si consideramos que los recursos disponibles son siempre escasos. Una buena administración pública está llamada a conseguir un equilibrio entre esfuerzo y beneficio de los ciudadanos. Esa es misión de los legisladores al aprobar el presupuesto.
Cuando una administración gasta más de lo que ingresa está desequilibrando aquella relación. Generar déficit en la administración pública, salvo que sea por una catástrofe imprevista a la que hay que hacer frente, es muestra de una administración irresponsable en la que prevalece el poder de imperio de lo público frente al respeto exigible al orden económico establecido y al equilibrio entre público y privado.
Que, frente al objetivo de déficit público –aún no sé cómo el déficit puede ser un objetivo– del 0,7% del PIB de cada comunidad, la realidad haya llevado esta cifra a una media del 1,31% es motivo de especial alarma. Alarma que se incrementa cuando vemos el 2,21 % de Cataluña y Murcia, el 1,92 % de la Comunidad Valenciana, el 1,88% de Extremadura, etc.
La proliferación del déficit, tanto en las CCAA como en la Administración central, es un fraude a la democracia, pues el Ejecutivo, por vía de los hechos, contradice la voluntad del Legislativo incorporada al presupuesto. Un fraude además a los ciudadanos, al alterar unilateralmente aquella relación en los tamaños público-privado.
En unos momentos de deuda pública exuberante, se hace imprescindible un mandato constitucional fijando el techo máximo de déficit, para que pueda establecerse coyunturalmente el déficit cero, como norma, y su desajuste, por vía de superávit, aplicarlo necesariamente a amortización de deuda.
Incrementar recurrentemente el endeudamiento es apostar por la fragilidad económica, sobre todo en países que, como el nuestro, están dotados de gran rigidez en los mercados de recursos, haciendo inviables las medidas de contención del gasto en momentos de dificultad. Las alegrías de épocas pasadas provocan las tristezas presentes.
No olvidemos que el déficit de hoy, se contabilizará como deuda mañana. Además, deuda son las obligaciones pendientes de pago, con independencia de su disfraz. Las facturas deliberadamente ignoradas también son deuda, y los que las ignoran merecerían procesamiento por falsedad, pues las cuentas públicas no expresan ya la situación real.