Me parece muy bien subrayar las "expectativas incumplidas, la frustración y el descontento social" que deja el populismo, tal y como ha destacado esta semana el ministro de Economía, Luis de Guindos, con ocasión del debate parlamentario en torno a la contribución española al tercer rescate a Grecia. Ahora bien, si hablamos de Grecia también habría que señalar las "expectativas incumplidas" que han dejado la troika y sus dos primeros planes de recate, que sólo han servido para acrecentar todavía más la deuda pública y mantener un ineficiente y sobredimensionado sector público que ese país no se puede permitir.
Los que recordamos –y criticamos– a Zapatero por la contribución española al segundo plan de rescate no tenemos ahora motivo para no hacer lo mismo con Rajoy. Es cierto que el condicionado de este tercer plan es más exigente incluso que el que Alexis Tsipras rechazó y sometió a referéndum. Es cierto también que conlleva plausibles políticas de privatización, liberalización de mercados y reducción del gasto público, pero no son lo suficientemente ambiciosas y, sobre todo, vienen entreveradas con incrementos de la presión fiscal sumamente contraproducentes para la recuperación económica del sector privado. Si hay un Estado que debería equilibrar sus cuentas públicas por la exclusiva vía de la reducción del gasto público, ese es el griego.
Con todo, les mentiría si les dijera que mi persistente escepticismo ante estos planes de rescate radica en las dudas que me sugiere un condicionado con el que estoy en gran parte de acuerdo. Mi escepticismo radica, sobre todo, en la escasa credibilidad que me merece Alexis Tsipras. Y es que una cosa es que el Gobierno griego haya incumplido las populistas expectativas de su programa y otra, muy distinta, que vaya a cumplir las expectativas de la troika.
Naturalmente, podemos dar por muerto y enterrado el programa de Syriza, que, por lo demás, nunca entrañó más peligro que el que tenían las tragaderas de la troika que habría de financiarlo. Pero si las tragaderas de estos malditos organismos que usan a su antojo el dinero de los contribuyentes no son lo suficientemente grandes para financiar el populismo colectivista, sí lo son para financiar ese consenso socialdemócrata que sigue abogando por el sector y el intervencionismo públicos y que está en la génesis de toda crisis de deuda.
Aunque los populistas vayan de antisistema –y, frente a la democracia liberal, ciertamente lo son–, no dejan de constituir una deriva radical, pero sumamente lógica, de una casta y un consenso socialdemócratas absolutamente dominantes, que consideran que el Estado, lejos de limitarse a velar por la justicia y la libertad de los ciudadanos, debe ser la fuente gratuita de donde obtener vivienda, trabajo, educación y atención sanitaria. Es la frustración que genera el Estado del Bienestar lo que alimenta la ilusión, todavía más condenada a la frustración, del populismo.
De los polvos de ese consenso socialdemócrata viene el lodo del populismo. Que nadie cante victoria por la supuesta vuelta del Gobierno griego al redil de la casta. Se habrá barrido el lodo pero el polvo sigue ahí.