Debe de serlo, porque de lo contrario tendré que resignarme a permanecer boquiabierto ante el espectáculo que nos ofrecen ciertos humanos que, supuestos de razón, nos obsequian con pronunciamientos, postulados y actitudes personales, siendo tanto más ruidosos, cuanto más notorios sus protagonistas en las esferas política, social, económica y, también intelectual.
Hace ya tiempo que me vengo preguntando, a partir de posiciones de sujetos diversos, cómo podemos diferir tanto en opiniones sobre el mismo hecho, o cómo pueden sustentarse discursos, supuestamente conscientes, cuando no pueden someterse a la mínima prueba de coherencia o, al menos, de probabilidad de certidumbre.
Lo sorprendente de la situación no es una rareza que sólo haya detectado mi capacidad de percepción, sino que se detecta por muchos sujetos que, perplejos como yo, prefieren pasar página y no darle mayor crédito a lo que están observando.
El problema a que me refiero se concreta en, qué ingredientes posee el discurso de la izquierda, tanto más cuanto más radical, para dejar encandilados a un gran número de ciudadanos. Tan así, que me atrevería a describirlo como una cierta droga descatalogada, que esparcida mediante expresiones sin sentido y ajenas a la realidad, cautivan a unos y llegan a anular la capacidad de juicio a casi todos.
Siempre he pensado que esos mensajes producirían un resultado lógico –en este caso sin responsabilidad en los receptores– cuando los afectados viven en la pobreza, porque cualquier mensaje que les advierta de la posibilidad de salir de esa situación, por improbable que parezca, es suficiente para que enloquezcan con él y lo sigan con los ojos cerrados, aunque al final su situación empeore.
El problema para mí está cuando los enloquecidos, los encantados, los alucinados, porque de todo hay, son personas que gozan de un confortable nivel económico, quizá también de un nivel de instrucción por encima de la media de la nación, por lo que la respuesta a cómo pueden sentirse tan cegados, es mucho más complicada. Estoy dispuesto a aceptar que algunos lo son con fines publicitarios, lo cual, proporcionando un negocio rentable, también estoy dispuesto a comprenderlo.
Pero ¿qué me dicen ustedes del idilio, agapé diríamos, entre Tsipras / Krugman? El Premio Nobel de Economía se diría que en los últimos tiempos miraba por los ojos del Primer Ministro griego, gozaba con sus desplantes, con la frivolidad de sus planteamientos y con la esterilidad de sus objetivos. Sólo un rasgo de honestidad, no eximente de culpa, ha aflorado públicamente, al asegurar el Nobel que había sobreestimado el gobierno de Syriza.
¿Es posible que un Nobel no perciba lo que percibíamos los ignotos aldeanos? Alguien que no es capaz de percibir lo más diáfano, ¿cómo puede teorizar sobre los entresijos de la economía global?
Ha asegurado Krugman que Grecia tiene que cambiar. O sea, que tiene que cambiar lo cambiado; lo que los clásicos llamaban descambiar. Pues sí, pero podría haberlo dicho antes y nos habríamos ahorrado sus juicios envenenados.