Después del derecho a la vida, con toda probabilidad es el de propiedad el que alcanza mayor relieve entre los derechos humanos; más aún, entre los derechos humanos que hacen posible la vida ordenada en una comunidad. Ya sé que ha habido y sigue habiendo sistemas políticos que niegan tal derecho, como también los hay que niegan el prioritario derecho a vivir, pero las consecuencias son muy elocuentes como para, a estas alturas, poner en duda cualquiera de los dos.
El ser humano, dotado de libertad, tiene el derecho inalienable a ser protagonista de su propio desarrollo, y tiene también el derecho de procurarse medios de subsistencia, tanto en el ámbito material como en el inmaterial o espiritual. Y ese derecho abarca desde lo más elemental para la vida hasta lo que una vida honesta pueda proporcionar con justicia, como resultado de una actividad profesional ejercida en beneficio de la sociedad.
Que el Tribunal Constitucional, en sentencia a un recurso de inconstitucionalidad contra un decreto ley de la Junta de Andalucía, se haya permitido advertir que las expropiaciones de viviendas, aun so pretexto de dar cumplimiento al fin social de la propiedad, son competencia exclusiva del Estado y no de las comunidades autónomas genera, o al menos a mí me produce, una alarma desmedida, que, de ser más general, bien podría calificarse de "social".
La razón de la alarma no puede abstraerse del actual momento político. La sentencia hubiera podido limitarse a estimar en parte el recurso y dictar que no ha lugar a la expropiación; pero, y aquí está la raíz de la alarma, advierte que el órgano que promulga el decreto ley no tiene competencia para ello.
La advertencia se produce, precisamente, en el momento en que algunos de los que pretenden tomar las riendas de municipios, provincias y comunidades autónomas hacen ostentación ideológica de la expropiación –sin hablar nunca del justiprecio ni justificar el objeto social que la determine, que no puede ser el de consolar a los amigos o camaradas de partido dotándoles de habitáculos sin esfuerzo personal alguno– y de la prohibición de los desahucios por impago.
La advertencia me sitúa en un escenario en el que los llamados representantes del pueblo –al menos de una parte del pueblo– pretenden hacer una revolución pero desde dentro. Estoy de acuerdo en que la revolución en estos términos es más cómoda que la de las trincheras, pero en lo económico no es menos nociva.
Si el Estado o una comunidad autónoma nos va a dar casa y sueldo, educación y sanidad, por nuestra cara bonita, que se diga y sabremos a qué atenernos; pero que sea para todos, no para los de la nueva casta. Aún recuerdo los beneficiarios de la privatización de las empresas expropiadas a Rumasa (la antigua) por el gobierno de Felipe González, lo que no me permite optimismos.
Alarmante aunque oportuna advertencia. ¡Ojalá les oigan!