Muchos economistas suelen criticar la redistribución coactiva de la renta por ineficiente: arrebatar la renta a quien la crea y dársela a otra persona para que no produzca nada reduce la riqueza que conjuntamente podríamos generar todos. Sin embargo, esta crítica es marcadamente insuficiente para erigir una oposición fundamentada a la deshonrosa práctica de quitarle a Pedro para darle a Pablo. A la postre, siempre que decimos que algo es eficiente, o que no lo es, lo hacemos presuponiendo una determinada estructura de derechos (¿eficiente para quién?); y, por si fuera poco, los partidarios de la redistribución coactiva de la renta la han postulado esencialmente por motivos de justicia, no de eficiencia.
Así, las razones que los distintos filósofos políticos han ofrecido a lo largo de la historia para justificar la redistribución coactiva de la renta han sido muy variadas: promover la igualdad (Rawls); anular los efectos de aquella mala suerte de la que uno no es responsable (Dworkin); potenciar las capacidades de las personas (Sen); convertir a todo individuo en miembro de pleno derecho de la comunidad política (Sandel); reforzar el poder de negociación de las partes para evitar situaciones sociales de dependencia (Pettit); revertir la explotación del trabajo por parte del capital (Marx); compensar la desigual apropiación de los recursos naturales (George); compensar el uso lucrativo del capital social (Hardt y Negri); maximizar el bienestar social (Pigou); combatir la pobreza (Friedman); respetar las obligaciones comunitarias básicas que nos son consustanciales (MacIntyre).
En mi nuevo libro, Contra la renta básica, examino todas estas y muchas otras justificaciones a favor de la redistribución coactiva de la renta (además, le doy una especial y pormenorizada atención a las defensas intelectuales del establecimiento de una renta básica universal) para terminar rechazándolas de plano. No porque los fines que buscan muchas de ellas no sean nobles y loables, sino porque el medio que propugnan –la coacción contra las libertades personales– no resulta admisible. En el fondo, lo que todas estas corrientes filosóficas tienen en común es que no respetan a las personas tal cual son: no respetan la particularidad de sus proyectos vitales y de sus decisiones individuales, sino que buscan subordinarlas y someterlas a otros proyectos sociales reputados como más elevados, pese a que los afectados no han prestado su consentimiento.
Semejante cheque en blanco a la coacción cuando se trata de redistribuir la renta nos resulta claramente inadmisible en otros ámbitos, donde, por fortuna, el respeto real y efectivo a la libertad de las personas se ha terminado convirtiendo en piedra angular de nuestras sociedades. Tomemos el caso de la filiación religiosa, un elemento capital en la existencia de muchos individuos y de muchos grupos como se reconocen como tales precisamente en función de una fe compartida. Durante siglos, la libertad en materia de filiación religiosa no ha sido respetada: socialmente se entendía que la fe era algo demasiado importante como para que cada persona pudiera escoger en libertad; máxime porque, además, se pensaba que una irrestricta libertad religiosa podía socavar los pilares básicos de la convivencia comunitaria. Por fortuna, el liberalismo ganó en Occidente la batalla ideológica a favor de la tolerancia religiosa y hoy se respeta la libertad para profesar cualesquiera creencias, incluso para no profesar ninguna.
Ahora bien, los mismos motivos filosóficos que se aducen hoy a favor de la redistribución coactiva de la renta podrían aducirse a favor de la coacción para imponer una determinada fe a las personas: a saber, uno podría defender reprimir la libertad religiosa para promover la universalidad igualitaria de la fe auténtica, anular los efectos de la mala suerte derivada de haber nacido en una familia o comunidad no religiosa, potenciar las capacidades de las personas para vivir la fe y alcanzar la salvación, convertir a toda persona en miembro de pleno derecho de la comunidad religiosa, reforzar el credo de las personas para evitar que se vuelvan dependientes de los vicios terrenales o de la propaganda de falsas religiones, revertir o prevenir la explotación de los santos por parte de los pecadores, compensar la desigual predisposición natural a experimentar la fe y por tanto el desigualitario acceso natural a la salvación, compensar al Creador honrándole por el uso lucrativo que efectuamos en este mundo fruto de su creación, maximizar el bienestar social en esta vida y en la siguiente, combatir la pobreza de espíritu o respetar las obligaciones básicas derivadas de la pertinencia a la comunidad religiosa en la que nos hemos criado.
Las razones anteriores podrán parecernos ridículas, pero nos lo parecen no porque no posean cierta lógica interna –al mismo nivel que sus pares argumentarios para defender la redistribución coactiva de la renta–, sino porque entendemos que no constituyen motivos ni lejanamente suficientes para socavar la libertad religiosa. Pero conste que no lo entendemos así hoy porque en este ámbito hemos conseguido otorgar a la libertad el valor que merece, no porque en ningún momento de nuestra historia muchas personas no abrazaran alguno de esos argumentos para oponerse a la misma.
El propósito de Contra la renta básica es precisamente el de mostrar que una comprensión integral de la libertad –no sólo en materia de libre elección de la fe, sino de libre configuración general de nuestros proyectos vitales– también vuelve inadmisible la coacción dirigida a quitar a una persona su renta para dársela a otra. Es decir, el libro reivindica la filosofía política del liberalismo como el mejor marco ético minimalista para conseguir la coexistencia pacífica de personas con concepciones muy heterogéneas pero igualmente legítimas de lo que es y de lo que no es bueno. Y, al hacerlo, trata de demostrar que las filosofías políticas rivales del liberalismo (socialdemocracia, republicanismo, comunismo, feminismo o utilitarismo) están equivocadas y que la redistribución coactiva de la renta es injusta, no por lo que tiene de redistribución sino por lo que tiene de coactivo (o dicho de otra forma: la coacción dirigida a atentar contra las libertades personales es injusta aun cuando tenga el propósito en muchas ocasiones noble de redistribuir la renta).
Así expuesto, muchos creerán que una sociedad liberal necesariamente degenera en una desgracia de ley de la selva donde sólo los más aptos sobreviven pisoteando a un conjunto de masas depauperadas e incapaces de prosperar en ausencia de una redistribución coactiva de la renta. Justamente por ello, el libro no sólo explica por qué la coacción para redistribuir la renta es éticamente rechazable, sino que también expone los distintos niveles mediante los que una sociedad liberal proporcionaría asistencia y seguridad a las personas que lo necesitan para evitar que quedaran descolgadas: en concreto, el ahorro personal y los seguros, las mutualidades, la filantropía e incluso una subsidiaria y condicionada renta mínima de inserción estatal (que sí podría hallar encaje dentro del liberalismo con las mismas limitaciones que exhibe hoy el deber de socorro).
El liberalismo no es la ideología del egoísmo, del individualismo cerril o de la polarización social. Al contrario: es un marco básico de convivencia cuya premisa fundamental es el respeto a las libertades de cada persona pero dentro del cual, y manteniendo ese respeto esencial a la libertad personal, pueden materializarse la solidaridad, la cooperación y la fraternidad. Al igual que la oposición a la coacción religiosa no equivale a querer prohibir las religiones –tampoco las minoritarias–, la oposición a la redistribución coactiva de la renta no equivale a querer proscribir la ayuda mutua en sociedad: sólo supone respetar la libertad de cada persona para desarrollar su vida según su propia jerarquía de valores y su propia concepción de bien común.