Uno de los titulares más manidos de la última década ha sido el ineluctable desplazamiento del centro de gravedad de la economía hacia los países del continente asiático. Su rápido crecimiento y, sobre todo, su enorme importancia demográfica a nivel global bien justifican este interés e insistencia. El eje Atlántico, por el contrario, ha ido perdiendo centralidad en un escenario global más fragmentado, multimodal y diverso.
Subrayo lo de diverso que a veces queda injustamente en un segundo plano al referirnos al escenario global. En efecto, globalidad y diversidad son dos conceptos que no son antagónicos, y que permiten una compresión de los fenómenos globales de manera integral, teniendo en cuenta la complejidad creciente que los caracteriza.
El continente asiático es tan complejo como inmenso. Es la región que mayor proporción de población concentra del planeta, el continente más joven (después de África) y donde en los últimos años se concentra la mayor parte del crecimiento y progreso global. Su principal característica, al margen de las dimensiones, es su gran heterogeneidad.
En Europa, las diferencias se dan, principalmente, en el plano identitario (nacional). Sin embargo, a nivel de valores y principios existe un tronco histórico común que, aunque con idas y venidas, ha permitido consolidar instituciones políticas comunes e intereses compartidos. En Asia pacífico coexisten diferentes países que, por sí solos, constituyen civilizaciones en un continente en donde se relacionan de manera muy estrecha naciones con regímenes y cosmovisiones del mundo muy distintas.
Basta con pensar en Japón y China, India y China, o el caso paradigmático de las dos Coreas. Pese a los importantísimos lazos económicos que se han consolidado entre los diferentes países de la región, y cuyo polo de influencia más relevante -con mucha diferencia- es China, lo cierto es que en el plano político las diferencias persisten, son intensas y, además, una fuente constante de conflictos y disputas de mayor o menor intensidad.
Asia es la región del globo en la que se concentran importantes proyecciones de crecimiento, pero también donde tenemos unas dosis de volatilidad más altas si la comparamos con el viejo eje Atlántico, más viejo y con un crecimiento más pausado, pero también más seguro y estable.
Estos conflictos son de muy diversa índole, aunque, principalmente, versan sobre cuestiones territoriales. China, por poner solo un ejemplo, tiene conflictos territoriales abiertos con cinco países. Especialmente intenso y problemático está siendo la discusión sobre las aguas territoriales, y que es uno de los elementos que más incidencia tiene en la agenda política de la región. Sin movernos de China, en clave doméstica, también existen fuertes conflictos de carácter étnico, como es el caso del Tíbet.
Esta gran variedad y tamaño convierte a Asia en el continente de los extremos. Como decía, paradigmático resulta el conflicto entre las dos Coreas, el último bastión que queda de la Guerra Fría ahora que parece que Cuba puede estar entrando en una nueva fase. Al mismo tiempo, coexisten regímenes dictatoriales como China o Singapur con democracias tremendamente maduras y asentadas como India o Japón sin que, además, el carácter democrático de estos países parezca estar relacionado con su nivel de renta.
Estructuras, historias y culturas muy diferentes
Tampoco el relato histórico de sus cuatro gigantes tiene nada que ver el uno con los otros. China fue sometida por potencias extranjeras, pero nunca se "occidentalizó", sino que sus estructuras y su relato histórico se mantuvieron y, de un tiempo a esta parte, a medida que el país se ha ido rearmando económicamente, también lo ha ido haciendo culturalmente.
Japón supone un caso opuesto al chino al ser un país que, voluntariamente, se sometió a un proceso de paulatina occidentalización para ser el primer país asiático en dominar de forma clara el continente en la era moderna (antes lo fue de manera incontestable durante siglos el Imperio celeste). Con todo, pese a la Restauración de Mejí, resulta del todo incorrecto poner la etiqueta "occidental" a Japón, a pesar de las similitudes que puedan existir en la superficie.
El caso de la India es también singular. Un país modernizado por los ingleses que ha sabido sacar provecho de lo mejor del periodo colonial y que hoy es una democracia claramente asentada, pero en donde aún persisten unos patrones sociales y culturales que nada tienen que ver con los de China o Japón.
Por último, Australia es un país puramente occidental en sus instituciones y costumbres, que ha estado en la órbita de Estados Unidos hasta tiempo reciente, pero que el cambio de guardia le ha hecho mirar cada vez más hacia el eje Hong Kong-Pekín que a Los Angeles-Seatle.
Cada una de estas pinceladas podría merecer un artículo extenso, pero el propósito de hoy es, simplemente, ubicar al lector en la realidad pacífica. Esta alta heterogeneidad no ha sido óbice, sin embargo, para que dentro del continente se haya dado un proceso de integración e interdependencia económica muy fuerte en los últimos 20 años. Esta integración, a diferencia de lo que ha sucedido en Europa, se ha realizado sin la existencia de ningún soporte institucional compartido.
Conviene seguir con atención la actualidad en la cuenca pacífica. En el nuevo panorama global, como señala Kissinger con acierto en su último libro, ya no hay actores globales, sino potencias regionales que pueden ejercer un mayor o menor orden de manera más o menos unilateral o de manera compartida. Hemos de ser conscientes de esta mayor diversidad, fragmentación y menor grado de "centralidad" de la vieja Europa, y ver el mundo con varios ojos y un nivel de sofisticación mucho mayor que al que estábamos acostumbrados.