Es habitual quejarse de que la economía española genera empleo precario y mal remunerado. Y, para una parte muy significativa de la población, no cabe duda de que esto es así. Sin embargo, las causas profundas de este fenómeno no terminan de comprenderse: muchos parece que atribuyen los bajos sueldos a la inmisericorde explotación de los trabajadores por parte del empresariado patrio. Pero si tal fuera el caso, los beneficios de nuestras compañías deberían estar por las nubes, y ya vimos que no.
En realidad, la razón que explica los bajos sueldos españoles es bastante simple: nuestra muy baja productividad, esto es, nuestra muy baja capacidad para producir bienes y servicios por trabajador. Los salarios, más allá de una magnitud monetaria, son una cantidad de bienes y servicios que deseamos tener a nuestra disposición: comida, ropa, alquileres, televisores, ordenadores, periódicos, libros, viajes, etc. Para que los salarios reales suban, por consiguiente, es necesario incrementar los bienes que producimos (es decir, el PIB): sin más bienes es imposible que haya más salarios.
España es un país donde, por desgracia, la cantidad de bienes por trabajador (la llamada renta per cápita) es bastante reducida frente a otros países occidentales: en 2014, por ejemplo, la renta per cápita española fue de 22.800 euros, lo que significa que, aun cuando efectuáramos una redistribución absolutamente igualitaria de la renta, no podríamos cobrar más que esa cantidad por español (en realidad, mucho menos: la distribución absolutamente igualitarista hundiría la producción per cápita). Comparen esa cifra con las de Alemania (35.200 euros), Austria (38.500 euros), Holanda (38.900), Irlanda (40.200), Suecia (44.300 euros) y Dinamarca (45.500).
No es casualidad que los salarios en todos estos países sean mayores que en España: lo son porque sus economías son más productivas, es decir, porque son capaces de producir una mayor cantidad de bienes y servicios por cada unidad de recursos empleada. Si sus trabajadores no produjeran tanto, no podrían cobrar tanto. Por consiguiente, lejos de mirar con envidia los sueldos que se cobran en el norte de Europa deberíamos contemplar con envidia la muy superior productividad sus economías: ahí es donde reside la causa de sus altos salarios.
Como podemos observar en el siguiente gráfico, la remuneración media que cobran los trabajadores europeos (incluyendo las cotizaciones a la Seguridad Social) va de la mano de su renta per cápita (no podía ser de otro modo: las remuneraciones salariales son la parte más importante del PIB) y, recordemos, la renta per cápita depende de cuántos bienes y servicios finales producimos cada año en nuestro país.
Para incrementar salarios, por consiguiente, tenemos que aumentar la producción por trabajador; es decir, la productividad. No hay otra. Creer que los salarios pueden incrementarse sostenidamente por decreto equivale a creer que podemos producir abundantes bienes y servicios por decreto. Pero por mucho que impongamos desde el BOE que llueva maná, el maná no lloverá: para vivir mejor, debemos ser nosotros quienes fabriquemos aquellos bienes y servicios con los que viviremos mejor.
El punto, pues, pasa a ser cómo incrementamos la productividad de España. Y la respuesta es simple: con más bienes de capital que eleven el potencial productivo de nuestros trabajadores. Capital físico, capital humano, capital tecnológico y capital social en sus adecuadas proporciones y estructuras (no cualquier inversión en cualquier bien de capital sirve). Para que cada trabajador produzca más, sólo nos queda dotar a cada trabajador con mayores y mejores herramientas.
Es aquí, de hecho, donde entran los dos caminos más seguros hacia la prosperidad colectiva: el ahorro y la libre competencia. El ahorro es la materia prima que permite financiar la inversión en nuevos bienes de capital y la libre competencia es el marco económico donde descubrir qué bienes de capital específicos y en qué proporciones exactas deben ser producidos.
Ahorro y libertad: lo que nos falta en España desde hace décadas.