Una noticia que está pasando desapercibida en los periódicos españoles: Islandia, su Parlamento, debate acabar dentro de su territorio con el modelo bancario que rige en Europa desde hace más de tres siglos. Los bancos son como los alacranes. Un alacrán pica a cualquiera que se le acerque no porque sea malo sino porque es eso, un alacrán, y el picar está en su naturaleza, forma parte de su ADN. Los bancos quiebran por la misma razón, porque la bancarrota periódica supone un fátum ineludible que llevan inscrito en su código genético. No se trata, pues, de que el sistema financiero de Occidente previo a 2008 estuviese gestionados por inútiles, sociópatas, jugadores de casino, cleptómanos o delincuentes comunes. Ciertamente, había un buen ramillete de zoquetes estructurales sentados en sus consejos de administración, pero los acontecimientos no hubiesen sido demasiado distintos si aquellas sillas estuvieran ocupadas por clarividentes genios de insobornable moralidad calvinista.
Y es que, igual que en una tragedia griega, la voluntad subjetiva de los personajes en absoluto influyó en el desarrollo de la trama que condujo al desmoronamiento general. El sistema financiero de Occidente quebró en 2008 porque tenía que quebrar. Así de simple. Tenía que quebrar y quebró. De ahí que lo único quepa afirmar con plena seguridad a propósito esta crisis es que volverá a repetirse. Pasará lo mismo: se hundirá el sistema crediticio y tendremos que reflotarlo de nuevo empeñando otra vez a los Estados por el camino. Solo es una cuestión de tiempo. Apenas eso. El problema de los alacranes y de los bancos de reserva fraccionaria, decíamos, está en su ADN. Los alacranes segregan veneno y los bancos, algo acaso peor: magia negra. ¿Cómo llamar, si no, a su poder telúrico para crear dinero de la nada, verdadero origen de los desastres que suelen ir asociados a los cambios del ciclo económico?
Un prejuicio popular muy arraigado que la prensa no se cansa de alimentar es ese que atribuye a los banqueros centrales, a su perversa "maquinita de la manivela", la producción de dinero en exceso. Muy poca gente sabe, sin embargo, que los billetes de curso legal, esos trozos de papel en forma rectangular que suelen llevar dibujada la efigie de algún gobernante difunto, solo representan el 5% de la cantidad de dinero total que circula en un país. El otro 95% lo crean los bancos privados a través de lo que se ha dado en llamar el multiplicador monetario. Igual que los niños creen en los Reyes Magos, la mayoría de los adultos barrunta que los bancos son unos intermediaros cuyo negocio consiste en prestar los ahorros de los depositantes a terceros. No es eso, sin embargo, lo que hacen las entidades de crédito. Hacen eso y mucho más. Muchísimo más. Así, en tiempos de la orgía del crédito no era nada extraño que un banco hubiese prestado cincuenta euros por cada uno de recursos propios que figurase en su balance. ¿Cuál será la diferencia entre prestar cincuenta veces más de lo que tienes y jugar a la ruleta rusa con un Colt? ¿Alguien lo sabe?
Pero no acaba ahí el asunto. Los bancos toman dinero prestado a treinta días y lo convierten en créditos hipotecarios a treinta años. Hay cosas en la vida que se entienden por intuición, no hace falta estudiarlas. Treinta días que se convierten en treinta años, eso no puede funcionar. Y no funciona, claro que no funciona. De ahí que los sistemas financieros vayan a la quiebra cada tres o cuatro lustros. No es un problema de mejor o peor gestión, tampoco de mejor o peor regulación legal, es una fragilidad sistémica que nace de la propia naturaleza del negocio bancario. Nuestro actual modelo financiero, la llamada banca de reserva fraccionaria, es una bomba atómica llamada a explotar con precisa, exasperante regularidad. Tenía razón quien dijo que "de todas las maneras posibles de organizar la banca, la actual es la peor". Por cierto, no fue un dirigente de Podemos sino el gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King.