Esta no es un crisis económica, esta es una crisis de ideas. Más allá de las trivialidades de rigor a cuenta de lo bueno que es el mercado y lo malo que es el Estado, la derecha no tiene nada nuevo que decir. Y la izquierda tampoco. Por eso, porque en realidad no tienen nada en la cabeza, los conservadores andan recitando sin cesar la ya manida cantinela de las "reformas estructurales". Decir reformas estructurales es lo mismo que no decir nada, pero se da por sobreentendida una gran carga de profundidad teórica cuando alguien saca a colación ese sintagma huero. Por su parte, la izquierda dispone de su propia retórica de urgencia con la que tratar de encubrir idéntica desnudez intelectual. Ellos procuran eludir el latiguillo de las reformas estructurales, incierta entelequia que huele demasiado a despido barato y mutilaciones sociales varias.
Lo suyo, por el contrario, es el célebre "cambio del modelo productivo". No hay político progresista que se precie que renuncie a dar vueltas y más vueltas a la noria del cambio de modelo productivo, mágico remedio que acabaría en un visto y no visto con los males seculares de la patria. He ahí una quimera que nadie se tomaría en serio aplicada a Portugal o Grecia, pero que todo el mundo supone factible tratándose de España. ¿O alguien en su sano juicio imagina a Portugal superando a Holanda y Alemania en la industria de la electrónica de consumo gracias a un cambio de modelo productivo decidido por el Gobierno en Lisboa? ¿Y a Grecia compitiendo de tú a tú en el sector de la telefonía móvil con Finlandia merced a un decreto-ley firmado por Varoufakis? Por lo demás, olvidan que España ya cambió en su día de modelo productivo. ¿O acaso no dejamos poco a poco de constituir un país industrial a medida que nuestra economía se iba integrando en la Europa comunitaria?
En el fondo, unos y otros fantasean con lo mismo, a saber, con que España emule la estrategia exportadora de Alemania a fin de salir del atolladero. Los unos, vía podas salariales sin anestesia. Y los otros, mediante la utópica cirugía sin dolor de la innovación tecnológica. Incluso la propia Alemania se engaña postulándose a sí misma como modelo a imitar por los países del Sur. El problema es que eso resulta imposible. Dentro de la Unión Europea, es imposible porque la misma Alemania lo impide al basar todo su crecimiento en la venta de sus excedentes a los países del Sur. No resulta muy difícil entenderlo: si alguien se dedica a exportar, otro necesariamente debe dedicarse a importar. No todos, pues, podemos ser a la vez exportadores netos. Y en ese a la vez es donde reside el nudo gordiano del asunto.
Pero es que la otra alternativa, crecer exportando extramuros de la Unión Europea, también semeja inviable. Y por parecida razón. Las estrategias de desarrollo de China, de los otros BRIC y de los emergentes de Asia pasan todas ellas por un mismo principio axial: exportar a Occidente. Exportar, no importar. Todos quieren vender. Nadie quiere comprar. Y nadie significa nadie. En el viejo mundo feliz que conocimos, aquel que murió en 2008 y que nunca más volverá, un coloso hoy aturdido y renqueante, los Estados Unidos, ejercía de consumidor global de última instancia. Así se resolvía un problema, el de colocar los excedentes productivos de Europa, Japón y China, que no tiene solución desde entonces. América, simplemente, ya no puede comprar la sobreproducción del resto del planeta. No puede, punto. Ergo, o exportamos a los marcianos o la crisis sistémica no se podrá resolver nunca. Jamás.