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José García Domínguez

Olvidad el sueño americano

América vive por encima de sus posibilidades desde principios de los años setenta del siglo XX.

Conservadores, socialdemócratas, liberales, democristianos, centristas, nacionalistas, antinacionalistas, excomunistas, todos comparten una misma fantasía: ser como los Estados Unidos. Norteamérica es el oscuro objeto de deseo de cualquier europeo que se precie. Muertas y enterradas las utopías desde que los abuelos del 68 descubrieron con desolada perplejidad que debajo de los adoquines no había playa alguna, América, su capitalismo hobbesiano, su minimalismo regulatorio, su bulimia consumista, su desmesura financiera, su éxito deslumbrante, se convirtió en el gran modelo a imitar. Todos, sin excepción, quieren ser Estados Unidos. Pero nadie puede ser Estados Unidos. He ahí su drama.

En aquellas célebres leyes de la estupidez humana, Carlo Cipolla acaso descuidó mencionar la extraña querencia de nuestra especie por las falacias de composición. ¿Cómo entender, si no, que personas informadas, cultas e inteligentes, muchas de ellas economistas de gran prestigio profesional, crean con la fe del carbonero que el modelo de Estados Unidos podría ser emulado por otros países y con idénticos resultados? Suponer posible semejante quimera es lo mismo que pretender factible que todo el mundo gane jugando a la lotería, o que la totalidad de los incautos que aporten dinero a una pirámide de Ponzi pueden hacerse millonarios con su inversión. Un desvarío lógico. Y es que el modelo norteamericano resulta inimitable por definición. Nadie, absolutamente nadie, podría reproducir el orden económico hoy vigente en Estados Unidos. Y no hace falta una capacidad intelectual excesiva para entenderlo.

Sucede que la ficción sueño americano únicamente se mantiene en pie gracias al crédito del resto del mundo desde hace más de medio siglo. Traducido al crudo lenguaje tertulianés: América vive por encima de sus posibilidades desde principios de los años setenta del siglo XX, cuando se hizo añicos el orden financiero mundial creado en Bretton Woods. Y lo hace gracias a nuestro dinero. Así, a lo largo de todo ese tiempo Estados Unidos, su sistema bancario, ha estado recibiendo diariamente entre 3.000 y 5.000 millones de dólares procedentes del resto del planeta. Sí, diariamente, sábados y domingos incluidos. La deslumbrante exhuberancia norteamericana no se podría explicar sin esas riadas de miles de millones de dólares extranjeros que no cesaron de acudir a Wall Street hasta las aciagas vísperas de 2008, cuando al súbito modo se acabó la fiesta.

Aunque tampoco haría falta ser Marx, Ricardo, Keynes, Schumpeter o Milton Friedman para comprender que resulta imposible que un país, por mucho que se llame Estados Unidos, pueda consumir e invertir un 6% más de lo que produce de modo indefinido, a lo largo de décadas y décadas y décadas. Algún día, esa inmensa burbuja tenía que reventar. Apenas era una cuestión de tiempo. Solo eso. Por lo demás, pensar en serio que los otros podríamos emular a los yanquis exige suponer algo tan estúpido como que España, Francia, Portugal, Argentina, Guatemala y Zambia pudiesen recibir cada día entre 3.000 y 5.000 millones de dólares de ahorradores del resto del mundo. Una absoluta majadería. Bien, pues la mayoría lo presume posible. Qué asombrosa la credulidad de los sapiens.

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