En Alemania no hay emprendedores. Nunca los ha habido. Y nadie los echa de menos. El único emprendedor al que se rinde culto en Alemania es Matusalén. Repárese, si no, en las fechas de nacimiento de sus principales sociedades mercantiles. BASF, líder mundial en el sector químico, surgió en 1865. Un adolescente si se compra con otro venerable consorcio de la misma nacionalidad, Thyssen Krupp, empresa fundada en 1811. Krups, el gigante de los electrodomésticos, vio la luz en 1846. Mercedes Benz, la de los coches, se fundó hace solo un siglo y pico, en 1901. Siemens abrió por primera vez sus puertas al público en 1847. Et caetera. La retórica apologética del pequeño empresario es una cantinela lírica que nada tiene que ver con ellos. En Alemania nadie espera que algún jovencito ambicioso y genial funde Apple o descubra la sopa de ajo en el destartalado garaje de sus padres. Lo que allí se espera de los jovencitos ambiciosos y geniales es que se busquen un buen empleo en cualquier provecto consorcio local.
Y es que en Alemania nadie se toma en serio esas fantasiosas leyendas urbanas ambientadas en el Silicon Valley que tanto fascinan a los españoles. Alemania cree en los grandes empresarios, no en los pequeños. Y no parece que les haya ido mal. Aquí, por el contrario, los cantares de gesta en loor del minifundismo empresarial se han convertido en todo un género literario-político. El pequeño empresario, un actor económico ineficiente por definición, ocupa en el imaginario español contemporáneo el hueco que dejara libre en su día el Cid Campeador después de que el genuino regeneracionismo, el ilustrado de Joaquín Costa, colocase siete candados en su sepulcro. No hay entre nosotros político, creador de opinión o charlista mediático que se resista a la tentación de glosar embelesado las presuntas virtudes prometeicas de los llamados emprendedores.
Ni siquiera los futbolistas profesionales, supremo referente vital de la ciudadanía, llegan a alcanzar el grado de adhesión emocional y aplausos unánimes que suscita esa figura de perfiles míticos. Y, sin embargo, disponer de un sinfín de pequeñas empresas no supone buena nueva alguna que festejar. Al contrario, constituirse en un vivero de pequeños emprendedores es una desgracia para cualquier país que se quiera puntero. Contra lo que machaconamente prescribe el lugar común dominante, lo que España necesita es reducir, no aumentar, la cifra de pequeños empresarios. Cuantos menos pequeños empresarios tengamos, mejor. Cuantas más pymes desaparezcan tras ser absorbidas por otras, mejor. Cuanta menos charlatanería elegiaca al respecto, mejor.
Y ello por un axioma económico universal demoledoramente simple, a saber, la productividad depende del tamaño. A mayor tamaño empresarial, mayor productividad. Así de sencillo. Un par de cifras para ilustrarlo. Con datos del INE en la mano, la productividad media por empleado de las empresas españolas de más de 250 trabajadores fue de 77.609 euros en 2012. El mismo dato referido a las de menos de diez trabajadores bajaba a 28.900 euros. Otro número. La pyme promedio de Alemania cuenta con 7,6 asalariados en plantilla; la española, con 3,6. Lo pequeño quizá resulte bucólico y hermoso, pero es ineficiente. Muy ineficiente. Y conviene no olvidar que el mercado es la selva. Y en la selva los pezqueñines nunca sobreviven. Jamás. ¿Emprendedores? No, gracias.