De todas las reformas que el Ministerio de Empleo ha emprendido en estos tres años (y han sido muchas y algunas muy polémicas), probablemente ninguna le ha dado tantos dolores de cabeza a Fátima Báñez como la de los cursillos de formación que en estas semanas encara su recta final. No hay aún una fecha cerrada para la presentación del Real Decreto y las negociaciones con sindicatos y patronal siguen a marchas forzadas. Pero todo apunta a que estará encima de la mesa del Consejo de Ministros en los próximos dos o tres viernes.
La economía española tiene unos cuantos misterios sin resolver muy complicados de explicar. Se sabe que con su actual estructura no funcionan, se pone en ellos un montón de dinero cada año, existe una fuerte demanda social de cambio y ni siquiera sus beneficiarios son capaces de ofrecer argumentos válidos a la opinión pública. Sin embargo, a pesar de todo, parecen imposibles de cambiar. Nadie se atreve a romper el cerrojo. Desde la Universidad a las subvenciones a sectores en declive, pasando por las empresas públicas, hay decenas de casos en los que la primera pregunta es ¿por qué no se hace nada si aparentemente todo el mudo está de acuerdo en que hay que hacer algo?
Pues bien, quizás no exista mejor ejemplo de esa realidad que los cursillos de formación. Cuestan un dineral (alrededor de 3.000 millones, aunque ni siquiera existe una cifra oficial), no tiene resultados (no hay más que ver las cifras del paro y las carencias de productividad de los trabajadores españoles) y encima están salpicados por los escándalos. Pero nadie se ha atrevido hasta ahora a tocarlos. Ahora, desde el Ministerio de Empleo se asegura que va la vencida, que habrá un nuevo modelo, más eficiente y moderno, con menos fraude y más cercano a las necesidades de los trabajadores. Eso sí, todo apunta a que habrá que pagar algunos peajes a los insiders (sindicatos y patronal). La paz social con los agentes que han dominado este mundo también tendrá un precio.
El misterio
En lo que hace referencia a los cursos, el primer punto oscuro llega con la cantidad de dinero que se dedica a esta cuestión. Ninguno de los implicados es capaz de ofrecer una cifra cerrada. Se dice que España sólo gasta el 0,9% del PIB en políticas activas de empleo, mucho menos que los países de su entorno. Hablamos de unos 10.000 millones de euros. Pero no todo va a cursillos. Buena parte se dedica a subvenciones o bonificaciones a la contratación. En realidad, la cifra en formación directa está entre los 3.000 y los 4.000 millones al año (unos 1.900 millones para trabajadores en activo y algo más de 1.000 millones para parados en el último ejercicio).
Para empezar, está la cuestión de quién organiza y paga, con numerosos entes en juego: el Ministerio, los Servicios Públicos de Empleo, comunidades autónomas, Fundación Tripartita,... También hay que diferenciar entre los cursos de formación para parados y para trabajadores en activo. En cuanto a las fuentes de ingresos, la principal vía son las cuotas que se cobran cada mes en las nóminas (un 0,7% del sueldo: 0,6% pagado por la empresa y 0,1% por el trabajador). El problema es que luego no es fácil traducir estos fondos en cursos, especialmente en las pymes, y no queda claro quién y por qué se beneficia de ello.
En este sentido, parece claro que la cuestión del fraude sobrevolará toda la reforma. Los escándalos que se han sucedido en los últimos años han salpicado a sindicatos y patronal. En el Ministerio quieren acabar con la sensación de falta de control y se apuesta por medidas contundentes, que incluirán la creación de una unidad especial de inspección especializada en formación.
Evidentemente, una medida de este tipo debería servir para controlar los abusos más flagrantes, pero no está tan claro si va dirigida a la raíz del problema: los incentivos de los agentes involucrados en la formación. En España, existe una disociación entre el que paga (el Estado), el que recibe el curso (supuestamente el trabajador) y el que lo ofrece. Está claro lo que quieren el primero y el tercero, pero no es tan evidente si el beneficiario realmente se considera como tal. O por decirlo de otra manera: si desde la administración se diseña un curso que no interesa y se otorgan fondos sin tener en cuenta si existe demanda para el mismo, ya tenemos el terreno abonado para el fraude. Detrás de los alumnos falsos, los cursos con sobrecoste o los programas que no se han dado, lo que hay es una falta de interés por parte del trabajador o desempleado. Para cobrar por un curso sólo hay que darlo y justificar un número determinado alumnos, pero eso no implica atraer a esos alumnos, simplemente basta con tener una lita de los mismos. No quiere decir esto que todos los cursos hayan sido fraudulentos, pero los incentivos apuntaban todos en la mala dirección.
Si a esto le sumamos que la formación se ha convertido en una forma de financiación encubierta para sindicatos y patronal, ya tenemos la tormenta perfecta. Por un lado fraude puro y duro. Pero es que incluso en el mejor de los casos (cursillos que sí se dan) hablamos de una formación con una efectividad muy limitada y de la que existen muchas dudas acerca de si cumplen con los requisitos que el mercado busca.
La reforma
El Ministerio asegura que se enfrentará a estos dos problemas (fraude y poca efectividad) de un sólo golpe. La idea es ampliar la competencia. Es decir, permitir que haya muchos más oferentes y que los destinatarios finales tengan más peso a la hora de decidir quién les da la formación. Se ha hablado de cheques formación para parados y de una especie de cuenta individual, donde el trabajador iría acumulando las horas a las que tiene derecho y que podría llevarse consigo si cambia de empresa.
De esta forma, alineando los intereses del destinatario final (que elegirá) y del oferente del curso (que recibirá los fondos en función del número de alumnos que sea capaz de atraer) se intenta que el dinero empiece a ofrecer resultados. Como explican desde el Ministerio, "no tiene sentido que con más de cuatro millones de parados, haya 100.000 puestos de trabajo que no se cubren por falta de cualificación".
Además, los fondos del Estado que se gasten a través de otros organismos, como las CCAA, están directamente ligados a resultados. Esto ya está en marcha. El 60% de del dinero que recibirán las regiones estará determinado por la efectividad en términos de creación de empleo y calidad de la formación. El Ministerio habla de hasta "26 indicadores que servirán para evaluar los resultados en base a criterios técnicos precisos y consensuados. Por ejemplo, cómo aumenta la probabilidad de un joven de insertarse cuando ha sido atendido por el servicio de empleo".
En lo que hace referencia al fraude, los cambios llegarán tanto en el diseño como en el control a posteriori. La nueva unidad antifraude será la medida estrella, pero la idea es que no se llegue a esa situación. En el Ministerio aseguran que en esta legislatura prácticamente no ha habido casos de fraude, gracias a los cambios puestos en marcha desde 2012. Incluso, ha sido el propio Servicio Público de Empleo el que ha destapado algunos de los casos, como el de Aneri en la Comunidad de Madrid.
El escollo
Parece claro que los planes del Ministerio generarán más competencia. Habrá más empresas que entrarán en el juego de los cursillos y los alumnos tendrán más capacidad de decisión. Además, el diseño de estos programas también debería ofrecer más alternativas.
Pero no todos están contentos. Los actuales beneficiarios del sistema (sindicatos y patronal) temen que la pérdida del monopolio en la formación se lleve consigo unos fondos fundamentales para sus organizaciones. El problema es que los escándalos de los últimos meses les han hecho mucho daño, especialmente a UGT y CCOO. Con la mala imagen que este tema ha generado, su capacidad para enfrentarse al Gobierno es limitada.
Para la patronal es diferente. También ha tenido sus escándalos pero, al menos de cara a la opinión pública, tiene más margen. Su presidente, Juan Rosell, convocó una rueda de prensa la semana pasada para declarar la guerra al Ministerio con este tema. El problema no es tanto para la CEOE como para sus organizaciones sectoriales y territoriales. Muchas de ellas se financian a través de la formación y temen las consecuencias si se quedan fuera del reparto.
Este miércoles, El Economista adelantaba que el Ministerio podría buscar una solución intermedia, pagando a patronal y sindicatos por su asesoría en el diseño de los programas, incluso aunque el desarrollo posterior de los mismos esté abierto a la competencia. Surgen varias preguntas: ¿a cuánto ascenderá el montante de esta ayuda? ¿Será suficiente para compensar por la pérdida de los cursillos?
Y, sobre todo, si patronal y sindicatos hacen el trabajo previo (ponen los requisitos para dar cursos), ¿no existe el riesgo de que acaben monopolizando esta formación por una vía indirecta? Es decir, imponiendo unas condiciones que sólo sus filiales puedan cumplir. Son muchas cuestiones abiertas. Mientras el texto final no esté encima de la mesa, será complicado responderlas.