La mente humana, puesta a imaginar, puede desembocar en infinitos escenarios bien diferentes. La mía, desde la pobreza y la ingenuidad, no es de las más brillantes, pero aún así barajaba, tras las elecciones recientes en Grecia, un conjunto de opciones, centradas en el qué hacer y en el cómo hacer, pues el programa político-económico de los ganadores no me permitía vislumbrar un camino nítido por el que cosechar resultados positivos.
Ingenuo de mí, me debatía fundamentalmente entre la necesidad de recursos de la economía griega –como un hecho objetivo– y la denuncia, o mejor repudio, de la deuda actual del Estado heleno, en que se había basado, de forma machacona, el programa económico de Syriza, vociferado durante toda la campaña electoral.
Lo que nunca pude imaginar es el espectáculo que nos ha ofrecido, en los últimos diez días, el ministro heleno de Finanzas, señor Varufakis. Cuando alguien pide, y eso los pobres lo tienen muy claro, sólo podrá llegar al corazón de quien le puede socorrer si lo hace con humildad. Y digo con humildad, que no con humillación, de la que acusaron a los Gobiernos precedentes –la humillación denigra a la persona, mientras la humildad la ennoblece–.
Inexplicablemente, al menos en mis consideraciones iniciales, el señor ministro de Finanzas, revestido de una arrogancia siempre carente de fundamento alguno, inicia su gira –que acabaría en vía crucis– enmendando en su totalidad el sistema –ya sabíamos que eran antisistema–, negando su reconocimiento a los interlocutores institucionales, cuando se supone que necesitaba su ayuda.
Tan convencido estaba de ser la estrella esperada anunciadora de un nuevo amanecer europeo, que hasta propuso una solución para la deuda griega, convencido de que a todos sorprendería su inapelable creatividad. Una parte de la deuda se canjearía por bonos permanentes y la otra se indiciaría al crecimiento económico de Grecia.
La primera parte, en su denominación de "deuda perpetua", ya se utilizó en los años cuarenta por el franquismo para financiar gastos de guerra –¡quién lo iba a decir que iban a ser fieles a aquella experiencia–; la segunda parte, salvo que Europa haya perdido el sentido, nunca podría admitirse, porque el índice al que pretende someterla depende del resultado de su gobierno.
El otro espectáculo, para mí bochornoso, es la actitud de algunos gobiernos europeos que, puestos a ayudar a Grecia, tendrían caminos más directos y eficaces. Estoy pensando en la conmiseración mostrada por el gobierno francés, ofreciéndose como puente entre Grecia y la Unión Europea, muy en contraposición con la gallardía, sin tapujos ni diplomacias, mostrada por el presidente del Eurogrupo, señor Dijsselbloem.
Hoy, cuando la reunión con el señor Draghi habrá desvanecido algunas esperanzas, el presidente Hollande podría tener un gesto y condonar la deuda griega que tiene la República en sus activos, sin considerar lo que pueda hacer la Unión Europea.
Por donde se coja, es difícil de comprender y más aún de compartir.