Lo malo de Alemania es que son demasiado buenos. Son demasiado buenos. Son demasiado grandes. Y están demasiado cerca. Por eso el problema de Europa no tiene solución. Nadie puede seguirles el paso. Ni Francia, ni Italia, ni Inglaterra ni mucho menos, huelga decirlo, los parientes pobres del sur. Absolutamente nadie. En el fondo, la creación del euro no fue más que un último intento a la desesperada del resto del continente para intentar igualarse a Alemania. Un imposible metafísico que ha acabado llevándonos a todos a la ruina. Porque solo los alemanes pueden ser alemanes. Por lo demás, que el problema resulte imposible de resolver no significa que encierre una gran complejidad. De hecho, su naturaleza se antoja bastante simple. A fin de cuentas, el derrumbe de las economías del sur de Europa a partir de 2008 nos remite a una causa última bien sencilla de explicar. Sucede que las exportaciones industriales alemanas poseen la elasticidad-precio más baja del mundo.
Traducción al castellano: resultan tan endemoniadamente buenos fabricando cualquier tipo de cachivache electrónico que la gente siempre está dispuesta a pagar más dinero por ellos que por cualquier producto competidor elaborado en otro sitio. Así las cosas, cuanta más relación tuviese un país con Alemania, más probable sería que su balanza por cuenta corriente presentase déficits cada vez más crónicos. Un incordio que durante los felices 60 y 70 se solía resolver por las bravas, esto es, devaluando la moneda local. El problema de la adicción a las devaluaciones radica en que no solo empobrecen al vecino, que es lo que se busca con ellas, sino que son eficacísimas máquinas de producir inflación. Igual de impotentes que de costumbre frente a Alemania pero hartos de la inflación, los demás europeos decidieron en un instante de delirio atar sus respectivas monedas al marco con paridades fijas. Se acabó la inflación, sí, pero a cambio de abrir la caja de Pandora. Y es que únicamente hay dos formas de mantener paridades fijas entre monedas. Dos y solo dos.
La primera pasa por guardar un montón de dólares o marcos en un saco a la espera de venderlos de golpe el día que nuestra moneda se desplome. Y quien pretendía la machada de mantener la paridad con el marco alemán, más pronto o más tarde veía desplomarse a su moneda. Ergo, más pronto o más tarde el saco se quedaba vacío. Momento estelar en el que irrumpía en escena la segunda opción, que no podía ser otra que la célebre austeridad. Se le baja el sueldo a todo el mundo, se mutila a hachazos el gasto del Estado y se espera a que escampe por la vía de aumentar las exportaciones a precios más competitivos. Sobre el papel el asunto funciona; en la realidad, en cambio, no. Y no funciona porque austeridad y democracia resulta que son incompatibles. Ningún gobierno italiano, por ejemplo, fue capaz de aguantar el pulso de la austeridad al a los votantes en año electoral. Jamás lo lograron. Era políticamente imposible. No quedó más remedio que desmantelar el sistema monetario europeo. Cualquier estadista sensato habría tirado la toalla. Los líderes europeos, sin embargo, prefirieron tirarse por un precipicio agarrados de la mano: crearon el euro. Más de lo mismo, pero con la garantía de que ya no habría marcha atrás posible para nadie. Estúpido, decía el gran Forrest Gump, es el que hace estupideces. Pues eso.