Grecia nunca debió entrar en el euro, pero, una vez dentro, se ha convertido en el paradigma de lo que nunca se debería hacer para afrontar una crisis de deuda pública. Los políticos europeos cometieron un gravísimo error permitiendo la entrada de los griegos en la moneda única, dado su turbio pasado de impagos soberanos, irresponsabilidad fiscal e inestabilidad política. La Grecia contemporánea es un estado quebrado casi desde su nacimiento. Sin embargo, entró y hoy media Europa sufre las consecuencias.
Los griegos aprovecharon su pertenencia a la Unión Monetaria para financiarse a unos costes ridículos y agrandar aún más su elefantiásico sector público sin necesidad de emprender reformas de ningún tipo para tratar de mejorar su productividad económica. El gasto público creció sin cesar, situándose muy por encima del 50% del PIB, al tiempo que la deuda registraba tasas récord año tras año, mientras que el déficit por cuenta corriente crecía sin pausa, acumulando un endeudamiento exterior ingente. Es decir, la expansión crediticia propia de la pasada década se materializó en una enorme burbuja estatal en el caso de Grecia. Pero esta insostenible evolución acabó estallando en 2010, tras descubrirse que Atenas había ocultado su enorme déficit público.
Fue entonces cuando Bruselas cometió su segundo gran error: rescatar a Grecia con el dinero de todos los contribuyentes europeos, en lugar de imponer medidas contundentes para reducir su sobredimensionado Estado con el fin de evitar su quiebra. Atenas ha recibido más de 240.000 millones de euros en los últimos cinco años a cambio de una mera promesa de reformas y ajustes que, o bien se han retrasado o bien han resultado claramente insuficientes, cuando no ya contraproducentes, para superar la crisis. Como consecuencia, su déficit público sigue siendo abultado, su deuda insostenible y su competitividad muy escasa. La liberalización de su anquilosada economía ha sido excesivamente tímida y los escasos ajustes presupuestarios llevados a cabo se han centrado más en disparar los impuestos a las familias y empresas que en eliminar la gruesa grasa estatal que soporta el país.
El resultado era previsible: seis años de agónica recesión, paro y una deuda creciente que, por desgracia, han terminado traduciéndose en un histórico descontento social, idóneo para el surgimiento y posterior triunfo electoral del populismo, encarnado allí bajo la coalición de extrema izquierda Syriza. Su líder, Alexis Tsipras, aliado de Pablo Iglesias en Bruselas, ha sabido canalizar la desesperación y, sobre todo, la desconfianza de los griegos hacia sus políticos, gracias a su habilidad discursiva para culpar a los demás de todos los males que aquejan a su país. Su estrategia está dando frutos y, muy posiblemente, Syriza logrará el poder en las elecciones generales previstas para finales de enero. Y, curiosamente, su receta no es otra que repetir e incluso intensificar el ruinoso rumbo que ha conducido a Grecia hasta aquí, ya que Tsipras pretende aumentar todavía más el gasto y tumbar los escasos avances llevados a cabo en materia de reformas, previo impago de la deuda.
La costosa factura, por tanto, correrá una vez más a cargo de los contribuyentes europeos, y muy especialmente de los alemanes, en caso de que Bruselas se someta de nuevo al burdo chantaje de los helenos. Es evidente que la solución es otra. Grecia debe salir del euro si su intención es seguir incumpliendo las reglas del club, negándose a realizar los ajustes pertinentes para equilibrar sus cuentas públicas y mejorar su productividad económica, a costa de que el resto de la Unión Monetaria le conceda un cheque en blanco para que sus políticos puedan gastar a placer. Si los griegos reniegan de la austeridad y abrazan la engañosa devaluación monetaria, apostando así por una ruinosa salida a la argentina en lugar de imitar las exitosas reformas realizadas por Alemania, Irlanda y otros países nórdicos, es su legítima decisión y, por supuesto, también su exclusivo problema. Quizá su experiencia sirva de ejemplo a otros países del euro tentados a seguir la nefasta senda de inflación, sobreendeudamiento y atraso económico que, durante décadas, han situado a Grecia a la cola de casi todos los estándares de bienestar y progreso de Europa.