La década de los ochenta fue, en términos políticos, la de la revolución conservadora, que tuvo como líderes más representativos a Ronald Reagan y a Margaret Thatcher. La influencia de los valores liberales y conservadores en la gobernanza de ambos es incuestionable; valores que también tuvieron gran peso en la cultura popular, sobre todo en el cine. El héroe solitario, el tipo duro, el esfuerzo y la redención personal, la diferenciación –con trazo grueso– entre el bien y el mal están harto presentes en el cine de los ochenta, y John Rambo, Scott McCoy o John McClane son iconos imperecederos de dicha época.
Los héroes ficticios de los ochenta se dedicaron no sólo a acabar con los los enemigos de Estados Unidos y del Mundo Libre, también a demostrar que el sistema político-económico liberal es el más justo y libre posible, sobre todo en tiempos como aquellos, de salida de la crisis del petróleo.
Otro icono capitalista cinematográfico del cine de los 80 fue Los Cazafantasmas. Ahora que han pasado 30 años de su estreno, veamos por qué.
Los Cazafantasmas son emprendedores
Los efectos especiales de las dos películas de Los Cazafantasmas han envejecido muy mal. Es algo muy frecuente en las películas de los setenta y los ochenta –Darth Vader y su pecho luminoso son el ejemplo paradigmático, y lo dice un fan acérrimo de Star Wars–. Sin embargo, en su ideario político es una película fresca y actual. Los Cazafantasmas son unos emprendedores liberales y capitalistas. Unos empresarios que saben cómo salir a flote en tiempos de crisis.
Por estar pensada para todos los públicos, Los Cazafantasmas debía ser visualmente más suave y más académica que Rambo, Delta Force, Rocky o La jungla de cristal. Nada de matar vietnamitas o noquear a un gigante soviético. Así, la secuencia inicial tiene lugar en una biblioteca, y la segunda parte transcurre en un museo casi todo el tiempo.
En la primera parte, Los Cazafantasmas se presentan como investigadores universitarios. Debido a que la universidad en la que investigan les cancela la subvención, son despedidos. Se quedan en la calle y no saben qué hacer. Pero Peter Venkman (inmenso Bill Murray), el menos rata de biblioteca del grupo y el más avispado, convence a sus compañeros para montar un negocio y tratar de hacerse ricos. Venkman ni siquiera parece creerse mucho eso de que existan fantasmas, pero ha visto una oportunidad de negocio y quiere explotarla. De esta forma, los investigadores deciden emprender y convertirse en Los Cazafantasmas. No nacen como un grupo de héroes que lucha sin esperar nada a cambio: nacen como una empresa, como una start up, dispuesta a generar beneficios.
Financiación, riesgo, marketing…
Puede ser bastante arriesgado crear una empresa de este tipo, pero Venkman convence a Ray Stanz (Dan Aykroyd), que no está muy por la labor de emprender –espetará a Venkman que en el sector privado hay que producir y ellos no saben–, para que hipoteque su propiedad y así consigan dinero para la inversión inicial. Era 1984 y Los Cazafantasmas ya pincelaban el embrión de la crisis hipotecaria de principios del siglo XXI; y además mostrando algo fundamental en la iniciativa empresarial: el riesgo.
Su negocio prospera y empiezan a cazar fantasmas. Se hacen famosos y salen en todas las revistas de actualidad y negocios, como si de los Mark Zuckerberg de los ochenta se trataran.
Además, desarrollan campañas de marketing, promociones y merchandising, y muestran una estrategia comercial envidiable. Como buenos emprendedores capitalistas, usan algo que desde principios del siglo XX hace que los negocios prosperen, y que convierte los productos en necesarios para el consumidor: la publicidad, una de las herramientas capitalistas por excelencia.
Antes de la primera hora de metraje, Los Cazafantasmas ya se han convertido en un referente de la cultura del éxito en la ciudad de Nueva York, el centro del capitalismo mundial y del mundo libre.
El Estado y las Administraciones los persiguen
Como buenos neoliberales, Los Cazafantasmas tienen que enfrentarse en su primera película a un responsable del ayuntamiento, que les acusa de, redoble de tambor, dañar el medioambiente. Los Cazafantasmas no sólo deben hacer lo que su nombre indica para proveer un servicio efectivo y de calidad, y fidelizar a sus clientes, tienen también que enfrentarse a dos grandes enemigos del empresario que quiere crear riqueza y prosperar: los ecologistas y el Estado, el tirano impositivo.
No será la única vez en que nuestros héroes liberales se enfrenten a la burocracia estatista. En la segunda parte Venkman, que ha comenzado su propio programa de televisión sobre temas sobrenaturales –una vez más, Venkman demuestra sus dotes capitalistas al independizarse y montar una spin off de su anterior empresa–, intenta recordarle al alcalde que debe dinero a Los Cazafantasmas por unos servicios prestados a la municipalidad. Venkman, que es el shark del grupo, le dice al asesor del alcalde que intenta evitarles:
Hace un tiempo le hicimos un trabajito a la ciudad y no hemos visto ni cinco, seguramente gracias a un burócrata seboso como usted.
Sin embargo, y esto es otro arquetipo en el cine individualista de los 80, el Estado y las Autoridades acuden a ellos a pedir ayuda porque no pueden frenar la amenaza de turno. El Estado intervencionista sólo sabe recaudar impuestos, para salvar el mundo están los individuos.
La de Los Cazafantasmas es, en definitiva, una empresa exitosa formada por héroes, pero una empresa al fin y al cabo. Y su ideario es capitalista y antiestatista. Cazar fantasmas es el producto que venden, y la Burocracia no deja de molestarles.