Pocas historias como la de Rodrigo Rato me parece que plasmen mejor el paradigma argumental del chivo expiatorio. No quiero defender a Rato, me parece inútil, y ya lo hará él como mejor pueda, no creo que vaya a andar escaso de medios, pero sí quiero llamar la atención sobre cuál fue, a mi entender, su yerro principal.
Los líos financieros pueden ser muy complicados, pero al final son pasiones, no matemáticas. Que Bankia tenía un agujero lo sabía todo el mundo, hasta yo mismo lo había oído mil veces de gentes que podían estar realmente al cabo de la calle. ¿Qué pasó, pues? Que, de la misma manera que se salvó a España de la intervención europea por ser demasiado grande, se pensó que se podía salvar Bankia, por las mismas razones y con técnicas similares. Hubo, me parece, un acuerdo en la cumbre, del que participaron, con distintos papeles, el presidente del Gobierno, el líder de la oposición, el gobernador del Banco de España, el resto de personajes a las órdenes de estos primeros, los grandes banqueros, con Botín, González y Fainé a la cabeza, y, por supuesto, los auditores, siempre atentos a la marcha de su negocio. Rato era el hombre elegido para escenificar el milagro y, en su enorme aprecio de su propia figura, no pensó lo suficiente en que pudiera haber una trampa detrás de la difícil misión que se le encomendaba: "Rodrigo, tú puedes, te ayudaremos todos...".
¿Qué fue lo que pasó, entonces? ¿Acaso fue que Rodrigo Rato era muy torpe? ¿Tuvo algunos de los padrinos problemas de conciencia? No creo ni lo uno ni lo otro. En esencia, fue que quien nos salvó de la intervención quiso dejar bien claro quién mandaba, y que a él no se le engañaba con facilidad. Un toquecito a los auditores, siempre atentos al buen fin de todo, y resulta que donde se dijo "digo" apareció "Don Diego", más adeudado que un hidalgo hambriento, se descubrió el pastel y todo se vino abajo. Lo que ocurrió luego se ha regido ya por las reglas lógicas del atrezo, pero a todos quedó claro quién era la autoridad monetaria y quién tenía la sartén por el mango. Lógicamente, una lección tan dura no debe explicarse con claridad a los niños, y ninguno de los caballeros que habían embarcado a Rato en la aventura tuvo nunca nada que explicar, de manera que maniobra perfecta de Estado Mayor, a no ser que algún juez con bemoles se atreva a formular preguntas que son muy difíciles de imaginar.
El miles gloriosus de esta historia podría sentir deseos de venganza, pero es común pensar que más vale un mal trago, aunque curse con un ridículo espantoso, que ponerse muy a mal con los que siguen teniendo la vara alta y siempre podrían echar una mano en la adversidad. Éste es siempre el dilema que consideran, con rabia, pero con serenidad, los que saben que si ellos hablasen se vendría abajo el templo sobre los filisteos. ¿Por qué no suelen hablar los que tendrían tantas cosas que contarnos? Ocurre que este tipo de personajes no suelen pretender que sus vidas se consagren al servicio de la Justicia, sino que, más simplemente, han tratado de forrarse, de hacer un buen negocio, y, aunque les vengan mal dadas, consideran con fino instinto que siempre se está a tiempo de calcular mejor los costes y de no arruinar por un gesto bello toda clase de futuros beneficios, algún poderoso lenitivo que haga su fracaso rentable y llevadero.