Aparentemente lejanos, están llamadas a un maridaje con voluntad y visos de permanencia. No es imaginable un país económicamente poderoso si su sistema educativo está deprimido. A todos nos constan países ricos abundantes en recursos naturales –caso de no pocas naciones africanas– que sin embargo ocupan el último o uno de los cinco últimos puestos en los índices de desarrollo humano de Naciones Unidas. Por el contrario, también conocemos países de notable riqueza que carecen de todo recurso natural, a excepción del hombre mismo, con sus habilidades, su formación, su sociabilidad y su tesón y capacidad para comprometerse en lo que considera un fin justo y socialmente deseable.
¿Cuál es la diferencia más notable? Ni el oro, ni los diamantes ni el petróleo tienen un papel predominante en el proceso de obtención de renta y riqueza. Es simplemente el hombre, con todo lo que el término –maltrecho por la maldita cultura del género– significa; el individuo en su capacidad para entregarse y consagrarse a una misión. Es ese hombre que el economismo ha etiquetado, también desafortunadamente, como capital humano. Aunque –buscándole justificación– lo cierto es que es capital, en tanto que es el resultado de una cumulación de esfuerzos a lo largo de un proceso temporal y en tanto se le asume capacidad para producir rendimientos en beneficio del propio hombre y, más aún, de la sociedad.
Por otro lado, un país no es más educado que otro porque tenga más alumnos universitarios o titulados superiores, sino porque los que tenga sean de mejor calidad.
En nuestra patria, quizá como una herencia aún presente en el subconsciente de la población, la aspiración de cualquier familia es la de que sus retoños consigan aquellos títulos –académicos– que sus progenitores no pudieron alcanzar en su momento. De ello puede inferirse que una de las epidemias del país, de tratamiento complejo, se llama titulitis.
¿Quiero con ello decir que es malo que alguien aspire a un título universitario? No, en modo alguno. Lo que sí quiero decir es que la institución educativa –universitaria o no– confiere un elemento material, tangible, que decorará paredes y salones y que identificamos como el título. Pero además, y esto es lo importante, confiere unos conocimientos, una formación, una forma de ser y de comportarse que serán en definitiva el baremo por el que seremos valorados.
Son estos segundos elementos los que hacen grande un país y una economía, no los títulos, por apetencia que de ellos tengamos. Si no nos preocupa el capital humano, estamos perdiendo el tiempo y, con él, precarizando nuestro ser y nuestro entorno económico.
¡Hablemos menos de educación y hagamos mejor educación! Todo nos irá mejor.