No piense mal. Me refiero al Estado. Este es un debate que sacude el planeta.
El tamaño del Estado, por supuesto, importa mucho, pero lo realmente vital es la calidad (como en lo otro, lector malpensado). Lo esencial es cómo, en qué, por qué y quiénes se gastan los recursos que se les entregan, y no a cuánto ascienden.
El argumento supuestamente objetivo para recomendar o condenar un modelo u otro de Estado suele establecerse contrastando su gasto público con el PIB, o valor de toda la riqueza creada por el país a lo largo de un año.
Los defensores del gasto público alto generalmente se acogen al ejemplo escandinavo. El Estado finlandés consume un 53,7% del PIB, el danés el 55,9, el sueco el 51,4 y el noruego el 56,8. Y no cabe la menor duda de que esa zona es quizás la más rica y mejor administrada del planeta. La más apacible, civilizada y equitativa.
En cambio, los partidarios del gasto público reducido imputan la extraordinaria vitalidad de Suiza a que sólo dedica al Estado el 33,7%. Pero más impresionante aún son Hong Kong (un 21,2), Estados Unidos (17) y Singapur (15,4). (Todos estos datos son oficiales y los tomo del CIA World Factbook porque adapta las cifras a los precios de consumo o PPP).
Naturalmente, a los efectos de alcanzar prosperidad colectiva es muy importante la proporción de riqueza que se entrega al Estado por medio de los impuestos para dedicarla a los gastos comunes; pero mucho más trascendentes que ese dato objetivo son la calidad de las instituciones y las reglas, los valores que prevalecen en el grupo y el comportamiento de los servidores públicos, o sea, el capital intangible del Estado.
En general, los países desarrollados, y entre ellos los escandinavos, aparecen entre los más honorables (Transparencia Internacional), los mejor educados (Índice de Desarrollo Humano) y los que poseen un clima más hospitalario para hacer negocios (Doing Business Index del Banco Mundial).
Pero eso también puede afirmarse de Suiza, Hong Kong, Estados Unidos y Singapur. Entre uno y otro grupo hay grandes diferencias en la proporción del gasto público, pero notables similitudes en la forma en que crean la riqueza y abordan el servicio al Estado.
Aunque sea incómodo, hay que admitirlo: las sociedades que cuentan con los valores, conocimientos y creencias adecuados generan de manera espontánea funcionarios dotados de actitudes positivas, Estados eficientes y administradores comprometidos con el bienestar general que proponen y ejecutan mejores medidas de gobierno.
Esto es vital entenderlo, aunque conduzca a cierta melancólica conclusión: los políticos y servidores públicos no son mejores o peores que el conjunto de la sociedad de donde surgen. Si entre ellos abundan los bribones o, por el contrario, las personas voluntaria y conscientemente subordinadas a la ley que actúan decentemente es porque ésas son las raíces generales de la tribu a la que pertenecen.
Hago esta observación porque escuché en España, recientemente, a tenor de los escándalos que le sacuden, que todos los dirigentes de los partidos políticos, sindicatos y empresarios, a izquierda y derecha, son "chorizos" (delincuentes). No es así. El asunto tal vez es más grave. Desgraciadamente, aunque en el país hay mucha gente honorable, un alto porcentaje de la sociedad española ignora la ley y trata de violar las reglas, como también sucede en Italia, en Grecia y en otras cien naciones. De esos polvos provienen estos lodos. Es un problema del conjunto de la sociedad, no de unos pocos individuos.
Me temo que en casi toda América Latina es aún peor. El capitalismo que existe es el del compadreo y el pago de comisiones. Muchos políticos, electos o designados, roban a manos llenas. Los votantes son estómagos agradecidos. Los enchufados que cobran y apenas trabajan son legión. Hay países en los que la burocracia pone trabas sólo para provocar coimas. El robo, el peculado y la malversación son la norma y a la mayor parte de la sociedad no parece importarle. ¿Para qué seguir?
Esta observación nos lleva de la mano a formular una especie de triste regla general: es contraproducente, incluso suicida, entregar una parte sustancial del trabajo de la sociedad a Estados en los que predominen la irresponsabilidad, el clientelismo, la imprevisión, el nepotismo, los gastos caprichosos, las personas mal formadas, ladronas, mentirosas, poco rigurosas y carentes de un verdadero espíritu de servicio.
Baltasar Gracián lo hubiera formulado de esta manera: si el Estado es malo, es preferible que sea pequeño. Si es bueno, en cambio, podemos discutir el monto apropiado de los impuestos. Una persona responsable no da una navaja a un mono borracho.