Oyendo hablar a algunos comentaristas españoles parecería que vivimos en el peor de los mundos posibles. No sólo eso, es que vamos a peor. Escuchando su discurso, uno creería que no sólo la humanidad no progresa, sino que ha abandonado un paraíso de felicidad para introducirse en el infierno del consumismo, la desigualdad o la mala alimentación. Además, según ellos, esto tiene un culpable, la libertad económica o el capitalismo, que habrían desatado las peores plagas inimaginables sobre el género humano.
El problema es que todos estos argumentos no se sostienen a menos que uno esté ciego y no quiera ver la realidad que le rodea. Prácticamente todos los parámetros que miden la calidad de vida en el planeta muestran una constante mejoría en los últimos dos siglos. Y aunque ahora nos pueda parecer algo baladí, no lo es. Entre el comienzo de nuestra era y el año 1500, los progresos de la humanidad habían sido mínimos, tanto si se mide en esperanza de vida como en términos de riqueza.
Sin embargo, algo cambió durante la Edad Media. Europa despegó. El Viejo Continente empezó a desarrollar una serie de instituciones políticas y económicas que hicieron que las condiciones de vida de sus ciudadanos se alejaran de las del resto de la humanidad. Y a partir del siglo XVIII, esa tendencia se aceleró. La revolución industrial generó las condiciones para que cientos de millones de personas mejoraran de forma radical su situación.
Todos los países que se unieron a esa corriente se beneficiaron del mismo impulso. No hay en la historia de la humanidad ninguna sociedad que, habiendo adoptado las instituciones económicas de una sociedad libre (propiedad privada, mercado, respeto a los contratos,...), no haya conseguido incrementar su bienestar. Tampoco es un proceso irreversible. Países ricos vieron cómo su riqueza se estancaba o retrocedía cuando cambiaron de modelo.
Hace unos días, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, el club que reúne a los países más ricos del mundo) presentaba su informe How was life? en el que mide las condiciones de vida en todo el mundo en los últimos dos siglos. El punto de partida es 1820 y las conclusiones son evidentes: el capitalismo ha generado una oleada de prosperidad como nunca se había conocido.
Vivimos más, nuestra salud es mejor y tenemos acceso a muchos más bienes que nuestros antepasados. Tampoco hacían falta tantos gráficos. En realidad, es una evidencia. Los países más libres son también los más prósperos. Y gracias a que cada vez más regiones se han unido al capitalismo, estos beneficios se han extendido en las últimas décadas a prácticamente todos los rincones del planeta. Éste es el resumen en diez gráficos:
1. Población: el mundo ha visto como su población crecía de poco más de mil millones de habitantes a casi siete mil millones. En este proceso, además, no se han cumplido las profecías malthusianas sobre la escasez de los recursos. La ingesta de calorías por cabeza también ha mantenido un constante incremento. Más allá de las terribles noticias que a veces nos llegan sobre la carestía en determinadas regiones, lo cierto es que el hambre ya no es un problema generalizado, como ocurrió durante la mayor parte de la historia, cuando un par de malas cosechas podían llevar la devastación a todo un continente.
Las causas de este incremento en la población son claras: reducción en la tasa de mortalidad (especialmente infantil) y aumento de la esperanza de vida. Por cierto, para los catastrofistas, en las últimas décadas la tasa de incremento se ha reducido, incluso se ha estancado en las regiones más ricas. Es una consecuencia inesperada de la prosperidad: las familias ya saben que no necesitan tener muchos hijos para asegurarse el futuro o para mantener su nivel de ingresos durante su vejez.
2. PIB per cápita: uno de los indicadores que más llama la atención. El PIB per cápita, medido en dólares de 1990, ha pasado de 605 dólares a 7.890 dólares. Todas las regiones del mundo, incluso el África Subsahariana han mejorado sus números. Evidentemente, Europa y el resto del mundo occidental son los más beneficiados. Por ejemplo, para la región que la OCDE llama Western Offshots (EEUU, Canadá, Nueva Zelanda y Australia) el nivel de riqueza medio llegaba en el año 2010 a los 29.581 dólares por habitante. También es significativo el salto adelante del este asiático. En 1960 su renta per cápita era de apenas 1.082 dólares, inferior a la europea en 1820. Medio siglo después roza los 10.000 dólares. Probablemente no haya ningún otro ejemplo de la capacidad creadora del capitalismo que el último medio siglo de Japón y Corea del Sur (y en los últimos años, incluso, China).
3. Salarios reales: quizás la ratio que más importe al ciudadano medio. Mide la capacidad de compra del salario medio diario en términos de una cesta de la compra de subsistencia. En 1820, por ejemplo, la remuneración media por una jornada de trabajo en Europa daba para comprar 12,6 de esas cestas de productos básicos. En el año 2000, se había disparado hasta los 163. Esto se debe tanto al incremento en la renta disponible como por la caída en los precios relativos. La división del trabajo, el comercio y el mercado han generado un círculo virtuoso: no sólo nuestros sueldos son superiores a los de nuestros ancestros, sino que con ellos también tenemos un poder de compra superior.
4. Educación: otra relación de ida y vuelta. A más riqueza, más nivel educativo y a más nivel educativo, más riqueza. De nuevo, puede apreciarse como, según los países se han ido integrando en la red económica mundial e integrándose en el capitalismo de corte occidental, ha mejorado su porcentaje de alfabetización, el número de años de escolarización y la cifra de sus titulados. Hablamos de tendencias a largo plazo (más allá de posibles problemas con tal o cual ley educativa en uno u otro país), pero en esta cuestión también estamos de enhorabuena.
5. Esperanza de vida: esto es evidente, aunque a veces se olvide. La riqueza no sólo se materializa en mejores casas o en la cesta de la compra. El PIB trae asociada una mejor salud. Y luego, la mejoría en las condiciones de vida se traduce en el PIB, porque vivimos más y tenemos más años productivos. Por eso, la esperanza de vida en Europa occidental ha pasado de apenas 33 años en 1830 a casi 80 en los 2000. No es un incremento menor y no deberíamos olvidar que mientras para nuestros antepasados la vejez comenzaba en los 40, para nosotros ésa es la edad en la que se terminan los programas de ayuda para jóvenes.
6. Seguridad personal: probablemente la tabla más polémica. Los autores del informe aseguran que "la ratio de homicidios por cada cien personas está en general correlacionada negativamente con el PIB per cápita". Pero hay excepciones, por ejemplo, "EEUU tiene una tasa elevada de homicidios", mientras hay países africanos, como Nigeria o Egipto (y hablamos con datos del año 2000) con niveles relativamente bajos. También es cierto que otro tipo de violencia, como la que se genera en las guerras (civiles y con enemigos externos) sí tiende a caer con mucha más fuerza según crece la riqueza y la prosperidad.
7. Instituciones políticas: es la pregunta del millón, ¿es inevitable que el desarrollo económico lleve aparejada la construcción democrática? ¿Son los estados autoritarios capaces de generar crecimiento? Evidentemente, los países occidentales no sólo fueron los que antes y más rápido se desarrollaron, sino que también fueron los que vieron nacer la democracia moderna. El problema es que hay situaciones en las que estados autoritarios han conseguido mantener el crecimiento económico durante un período prolongado de tiempo. Eso sí, en el índice construido por los autores (de -10 a 10 siendo esta última la nota para las democracias consolidadas), las regiones más ricas son las que mejor calificación obtienen. Alguna relación parece que sí que existe.
8. Calidad medioambiental: el único gráfico malo del informe. Y con matices. Los autores se centran en las mediciones de dos gases (SO2 y CO2) en la atmósfera para medir la calidad del medioambiente y concluyen que los países más ricos también son los que más contaminan. El problema es si podemos hacer una equivalencia entre una cosa y la otra. ¿Sólo por emitir más gases ya se tiene un medioambiente peor? ¿De verdad se puede comparar (para mal) la salubridad de una ciudad europea de principios del siglo XIX con la de la actualidad? Todos los demás datos que hemos visto, especialmente los relacionados con la salud, desmienten esta aparente contradicción. Parece lógico que los países más industrializados consuman más energía. De hecho, hasta hace unos años nada malo parecía haber en ello. Y por cierto, un dato que debería hacer reflexionar hasta a los más críticos: en los últimos años, las regiones más ricas también están reduciendo su huella energética. Somos más ricos y también más limpios.
9. Desigualdad: es la palabra de moda. Según algunos, el lado malo del crecimiento es la desigualdad. El problema es que tampoco es cierto, al menos no en términos absolutos. En un principio, sí que se produce este fenómeno. Cuando los países comienzan su desarrollo, se incrementa la desigualdad dentro de los mismos. En Occidente, pasó entre 1820 y 1910. Sin embargo, a partir de ese momento, cambia la tendencia. La correlación muestra que en el siglo XX, las regiones con un PIB per cápita más elevado también eran las menos desiguales.
10. Mujeres y desarrollo: otra de esas cuestiones sobre las que se da un discurso catastrofista, cuando la realidad es que la mejoría es enorme en los últimos dos siglos. Las mujeres han experimentado un salto cualitativo en sus condiciones de vida y sus derechos, no sólo en términos absolutos sino también en comparación con el sexo contrario. En todo el mundo y todas las regiones, la situación de las mujeres es mejor ahora que hace doscientos años. Pero es en el mundo occidental en el que antes se produjo y donde más alcance ha tenido. Quizás los mapas sobre sufragio femenino a lo largo de la historia sean los que de forma más clara expliquen qué regiones han sido más favorables para la integración plena de derechos del sexo femenino.