Los mercados financieros no son oráculos: no lo eran cuando reinaba ese broteverdismo raizvigorosista de Rajoy ni lo son ahora, cuando cunde un cierto pánico tras unos dos años de aparente sosiego. A corto plazo, los mercados financieros son termostatos del estado de ánimo de los inversores y, por tanto, están sujetos a euforias, temores, burbujas, antiburbujas y cuantas otras emociones caractericen al comportamiento humano.
El problema, claro, no es tanto que la desconfianza haya brotado estos últimos días en las bolsas y en la renta fija, sino que los fundamentales de la economía mundial llevan meses deteriorándose con fuerza. A mediados de 2013 Europa salió de la recesión, pero no de la crisis: después de que Mario Draghi rescatara a los países de la periferia prometiendo comprar tanta deuda pública como fuera necesaria para estabilizar sus condiciones de financiación, la economía europea necesariamente rebotó. Sí, rebotó, como también lo hizo la española. Pero rebotó sin haber solventado los grandes desequilibrios internos que fueron creados hace más de una década por la política de crédito barato del BCE y que han sido agravados en el último lustro por esa misma política de crédito barato.
A la postre, lo que nos trajo Draghi fue paz sin reformas. Permitió que los líderes europeos vivieran un par de años más en el sueño de la burbuja para no afrontar la pesadilla del pinchazo de la burbuja. Pero sin reformas profundas en materia de gasto y de liberalización de mercados -particularmente en la periferia europea y en esa burocracia hiperestatalizada que es Francia-, acaso podamos hacernos trampas al solitario durante algunos años, pero no relanzaremos la esclerotizada economía europea.
Y, claro, certificado el estancamiento europeo, la crítica situación en la que jamás dejaron de hallarse las finanzas griegas, así como las repercusiones que todo ello puede acarrear sobre la supervivencia misma de la Eurozona, evidentemente los miedos comienzan a instalarse en los parqués. No podía ser de otro modo. Europa no necesita crecimiento para mejorar marginalmente el nivel de vida de sus ciudadanos sino para algo mucho más básico: para sobrevivir a medio plazo sin desmembrarse en un rosario de quitas de deuda. Cómo no va a dar miedo un continente que amenaza con implosionar debido a que sus dirigentes optaron por refugiarse bajo el paraguas del BCE para así no atajar los problemas básicos del sobreendeudamiento periférico y de su modelo productivo disfuncional.
De ahí que el actual estallido de pánico haya estado justificado incluso desde antes de haberse producido: no porque exista una inexorable certeza de que todo vaya a venirse abajo, sino por la absoluta pasividad que han exhibido los eurócratas durante los últimos dos años. Cuando el desastre es una posibilidad, el pánico deviene probable en algún momento. Nada de esto significa, empero, que la fase de estabilidad draghiniana haya llegado a su fin y que a partir de ahora sólo vayamos a contemplar malas noticias en los mercados financieros: lo que significa es que los inversores están comenzando a mirar la economía europea con mucho menos optimismo y con mucha menos complacencia broteverdista de lo que lo hacían hace varios trimestres.
Y eso para una España que ha confiado su supervivencia económica a la única carta del raizvigorosismo supone un grave problema. El Gobierno se ha negado a efectuar ajuste adicional alguno en el gasto público: por ello, toda la reducción programada del déficit habrá de venir en esencia del aumento de la recaudación tributaria. Pero el aumento de la recaudación depende de nuestras perspectivas de crecimiento y nuestras perspectivas de crecimiento dependen de que la inversión privada aumente con muy notable intensidad en 2015 (el Gobierno estima un incremento del 4,4% en 2015, frente al 1,5% de 2014). Mas la inversión privada depende, a su vez, del estado de ánimo de los inversores, que se están inquietando de manera creciente, tal como nos muestran los mercados financieros.
En tal caso, un escenario en absoluto inverosímil sería el siguiente: la creciente desconfianza de los inversores hace que el crecimiento económico de 2015 no evolucione al ritmo estimado por el Gobierno, de modo que los ingresos fiscales no aumentan significativamente y el déficit a lo largo de ese año se va desviando de manera muy notable del compromiso adoptado por el Ejecutivo con Bruselas. Bajo tales supuestos, el Gabinete de Rajoy y sus gerifaltes autonómicos deberían proceder a aprobar recortes sustanciales del gasto público que les permitieran compensar la merma de recaudación esperada, pero la cercanía de las elecciones les lleva a no hacerlo en absoluto (incluso a incrementar adicionalmente el gasto). Resultado: nos plantamos tras las elecciones generales de 2015 con un dato de déficit muy superior al comprometido y con un país parcial o totalmente gobernado por partidos contrarios a cualquier ajuste presupuestario. Inmediatamente regresaríamos a la situación de prequiebra en la que nos hallamos en 2012 antes de que Draghi nos sacara de ella. Sería una terrible repetición de la trágica experiencia del zapaterismo, del que el rajoyismo es su más orgulloso heredero.
Ése es el escenario que verdaderamente produce pánico; un escenario que en caso de materializarse tendrá un único e irresponsable causante: el Gobierno de Mariano Rajoy.