¿Por qué es tan buena la austeridad? ¿Por qué la prioridad absoluta de todos los gobiernos europeos tiene que ser la reducción del déficit público? ¿Por qué razones teóricas se justifica la política económica que lleva cerca de un lustro arrasando la vida cotidiana de la gente? Pues, básicamente, por tres presupuestos doctrinales. Y los tres erróneos. A los predicadores de la austeridad fiscal les pasa como a los hinduistas. Es sabido que para los hinduistas el misterio de la arquitectura del Cosmos constituye un asunto prosaico por simple. Según ellos, el globo terráqueo descansa sobre un elefante, el elefante se sostiene sobre una tortuga y la tortuga reposa encima de una serpiente. El problema surge cuando se les pregunta quién se ocupa de aguantar a la serpiente. Llegados a ese punto, los fieles miran hacia otro lado y procuran cambiar de conversación. Así, cuando se dejan atrás las analogías más o menos pedestres con las muy ahorradoras abuelas de los tiempos de María Castaña, la ideología de la austeridad presenta como primer baluarte defensivo la llamada teoría de la exclusión. Una proposición argumental tan sugerente como falaz.
La premisa que la sustenta es, por lo demás, simple: el sector público, al competir con el privado por unos recursos financieros escasos por definición, forzaría al alza los tipos de interés, provocando con su proceder insensato una disminución de la inversión de los particulares. Bien, obviemos el pequeño detalle empírico de que los déficits de los países occidentales coinciden en el tiempo con los tipos de interés históricamente más…bajos. Obviémoslo porque ni tan siquiera hace falta apelar a esa clamorosa evidencia para refutar la teoría. Y es que los tipos de interés únicamente constituyen una variable entre las que afectan a la inversión. Solo una entre muchas otras. Y tampoco la más importante, por cierto. Repárese en el siguiente dato estadístico: según cifras visadas por Eurostat, un 30% de las instalaciones productivas españolas permanecen ociosas a día de hoy. Un 30% de nuestras máquinas, simplemente, están arrinconadas en una esquina porque nadie compraría las mercancías que podríamos fabricar gracias a ellas. Eso significa que aún hay en España un enorme margen para aumentar la producción de bienes y servicios sin necesidad de invertir ni un solo euro. El efecto exclusión, pues, no es más que un cuento.
Un poco más sofisticada en su presentación formal, la segunda línea de defensa intelectual de la austeridad remite a un economista de la escuela clásica, David Ricardo. Se la conoce en la jerga académica por teorema de la equivalencia ricardiana y, a diferencia de la anterior, no niega de plano que los déficits fiscales ayuden a mantener en pie la economía en momentos de recesión. Su objeción es más sutil. Sostiene que la mera existencia del déficit alterará la conducta económica de los agentes privados. El Homo economicus, la informadísima, reflexiva y ultrarracional criatura imaginaria en la que asienta sus postulados, dejaría de gastar en seco ante cualquier desequilibrio de las cuentas públicas. Y ello en previsión de las futuras subidas de impuestos llamadas a financiarlo. No deja de tener mérito, reconozcámoslo, defender semejante doctrina en el país de las preferentes, la inversión en sellos y las barricas de jerez de Ruiz Mateos como aval de unos popularísimos bonos basura. En fin, la tercera línea Maginot de los austerófilos, acaso la más endeble en su arquitectura interna, fue, sin embargo, la elegida por el Gobierno de Rajoy para legitimar el ajuste. Su premisa mayor apela directamente al pensamiento mágico. Un intangible metafísico, la confianza, constituye su alfa y omega. Según tal doctrina, aquí canónica, a menos déficit, menos desconfianza (en los mercados, se entiende). Ocurre, sin embargo, que esa criatura caprichosa, la realidad, decidió comportarse justo al revés. A menos déficit, menos confianza. He ahí la evolución aterradora de la prima de riesgo hispana hasta el instante mismo en que Draghi, desesperado, anunció su nada austero compromiso de hacer todo lo que haga falta para defender el euro. No, la austeridad no es la consecuencia necesaria de la crisis. La austeridad es la causa necesaria de la crisis.