Desde el fatídico 2010, cuando estalló oficialmente la crisis del euro, los socialistas de todos los partidos no han dejado de repetir que "la austeridad mata" y "agrava la crisis", sin percatarse siquiera de que España, al igual que otros países europeos débiles, no ha llegado a aplicar la imprescindible receta de reducción presupuestaria que necesita imperiosamente su sobredimensionado e insostenible sector público. Así pues, es normal que el paciente siga convaleciente, ya que no ha seguido el tratamiento recetado. Que algunos se atrevan a tachar de "austericidio" –palabra que, por cierto, debería significar lo contrario de lo que sus ignorantes manoseadores pretenden– un gasto público próximo al 45% del PIB (450.000 millones de euros), un déficit anclado en el 7% y una deuda pública que ronda ya el 100% es un síntoma inequívoco de ignorancia, ceguera e insensatez.
La deuda pública superó el umbral histórico del billón de euros el pasado mes de junio y, una vez sumada la factura de las empresas públicas, el endeudamiento del conjunto de las Administraciones se sitúa ya por encima del 100% del PIB. Habría que retroceder más de un siglo para observar cifras similares, y por entonces cabe recordar que España finiquitaba su antiguo imperio tras la pérdida de sus últimas colonias en el Desastre del 98, por lo que tenía que hacer frente a los elevados costes de la guerra. La deuda pública se ha disparado un 145% desde que estalló la crisis financiera internacional en 2007, por lo que ha pasado del 40 a cerca del 100% del PIB, lo que supone más de 600.000 millones de euros en seis años. El coste para el contribuyente es brutal. El Estado ha endeudado a cada hombre, mujer y niño en un total de 23.000 euros, casi 15.000 más de lo que soportaban justo antes de la crisis.
Dicha evolución es consecuencia directa de la nefasta e irresponsable gestión presupuestaria llevada a cabo por los distintos Gobiernos durante la crisis, pues han sido incapaces de embridar las cuentas públicas eliminando el déficit y reduciendo la deuda para, de este modo, garantizar la solvencia del país. En lugar de acabar con todos los gastos superfluos e innecesarios, que son muchos, poner orden en el caótico y despilfarrador sistema autonómico y reformar en profundidad el ineficiente Estado del Bienestar, PP y PSOE han optado por la vía fácil, pero enormemente contraproducente, de disparar los impuestos a las familias y empresas para sostener casi intacta la elefantiásica estructura estatal. El resultado de esta irresponsable estrategia salta a la vista: por un lado, el déficit sigue siendo muy elevado y la deuda no deja de crecer, de modo que el peso de los intereses es cada vez mayor y la frágil situación de las cuentas públicas se agrava por momentos; por otro, la elevada deuda y la enorme carga impositiva aplicada al sector privado se traducen en una recuperación económica muy lenta y débil, con todo lo que ello supone en materia de creación de empleo.
Los datos demuestran que en España no ha habido austeridad, por mucho que algunos afirmen lo contrario. El gasto público total es hoy superior al que existía en el pico de la burbuja inmobiliaria, pese a que la recaudación se ha desplomado tras la desaparición de esa riqueza irreal procedente de la artificial expansión crediticia previa. En concreto, el conjunto de las Administraciones gastó en 2013 unos 50.000 millones de euros más que en 2007, ingresando 47.000 millones menos que entonces.
Lo peor es que el Gobierno de Mariano Rajoy, lejos de abandonar esta senda suicida, no ha dudado en aumentar el gasto en cuanto la economía ha empezado a crecer mínimamente.
Socialistas y populares no han aprendido la valiosa lección de la crisis, a saber: que un problema de deuda no se solventa con más deuda, sino con ahorro y productividad, para lo cual es necesario austeridad (pública y privada) y reformas profundas que liberalicen la economía. Ésta, y no otra, es la exitosa receta que en su día aplicaron los países nórdicos, Alemania o las economías bálticas para solucionar sus graves problemas, y no por casualidad su prosperidad y solvencia están hoy fuera de toda duda. España no puede decir lo mismo.