Nos ha costado, pero cuando se pone tesón y esfuerzo en una tarea se acaban consiguiendo los objetivos más ambiciosos. Con frecuencia hemos hablado del peligro que suponía la complacencia con el endeudamiento público, y por fin hemos conseguido que la deuda del sector público supere el PIB.
No podía ser de otro modo cuando, dos veces por semana se oían los vítores al éxito que el sector público estaba cosechando en la colocación de letras, bonos y en general deuda pública, hasta el punto de tener que ampliar la oferta prevista para dar satisfacción a la exigente demanda.
Si el hecho de endeudarse se considera un éxito y al endeudamiento le llamamos apalancamiento, nada de extraño tiene que quien tendría que moderar su prodigalidad reduciendo el gasto para generar excedentes con los que reparar la dilapidación de períodos anteriores se ufane en mostrarse como un gestor de éxito, que incrementa más y más, semana tras semana, el nivel de deuda pública, que un día alguien menos exitoso tendrá que amortizar, en momentos quizá de mayor complejidad que los actuales.
Rápidamente, el hábil gestor de las finanzas públicas nos llena de historia financiera, aportando datos de la evolución a la baja experimentada por los tipos de interés aplicados a las emisiones de deuda pública española en los últimos dos años; llegando con ello, más o menos, a la conclusión de que sería un error no aprovechar la circunstancia para el endeudamiento (perdón, apalancamiento).
Yo, en principio y con el máximo respeto, corrijo al hábil gestor afirmando que sería una torpeza no aprovechar la coyuntura favorable del mercado colocando deuda nueva a tipos bajos, siempre que su importe viniera a amortizar la deuda emitida a tipos sustancialmente superiores. Sin embargo, me resulta suicida que los bajos tipos sean el estímulo para endeudarnos más y más, hasta el punto de superar en cuantía el producto que los residentes en España somos capaces de generar en un año de actividad económica. Y no me hablen ustedes del criterio contable del déficit y la deuda excesivos, porque las obligaciones de las empresas públicas, en caso de quiebra, tendrán que cubrirse con los recursos públicos presupuestarios.
A decir de los publicitarios de las virtudes del sector público, esos bajos tipos que conducen al endeudamiento, como alternativa más inteligente, muestran la fortaleza de nuestra economía y su confianza en ella. Sin embargo, con una dosis algo mayor de prudencia, pregunto yo: ¿cuánto durarían la fortaleza y la confianza si el señor Mario Draghi retirase sus promesas de dinero fácil y tanto como se necesite y cerrase el grifo del crédito a los Gobiernos más pródigos? ¿Qué haríamos entonces? ¿Quién renovaría y a qué precio nuestro endeudamiento?
Conociendo la resistencia de todo Gobierno a restringir el gasto, a generar excedentes y amortizar deuda, ¿cuántas generaciones se van a ver comprometidas por la deuda pública contraída? ¿Qué tienen que ver nuestros inocentes nietos con todo esto?