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EDITORIAL

La fantasía de la renta básica

Aunque a muchos no se lo parezca, la renta básica es profundamente inmoral y antisocial.

Lo de la renta básica lleva tiempo circulando en los debates de la izquierda, y hasta algunos liberales la han considerado seriamente como alternativa al Estado de Bienestar actual. La idea consistiría en sustituir absolutamente todas las transferencia de renta –paro, pensiones, dependencia, etc.– por una limosna que el Estado concedería a los ciudadanos, a todos por igual, a Botín y al pobre que vive bajo un puente, de modo que una buena parte del montante se sufragara con el descenso en el gasto de otras partidas y la reducción de la burocracia necesaria para gestionarlas, reduciendo de paso la capacidad de los políticos de utilizar el dinero público para ganar votos.

Esta propuesta hace aguas. En primer lugar, resulta cuando menos ingenuo suponer que realmente la renta básica se impondría en lugar de otros subsidios, que se mantendría así a lo largo del tiempo y que realmente se despediría a un solo funcionario innecesario tras su implantación. No: lo más probable es que estuviera llena de excepciones para contentar a los grupos de presión que reciben más dinero del Estado actualmente del que tendrían si se implantara; excepciones que irían creciendo según pasara el tiempo hasta degenerar en un galimatías tan complicado o más que el actual Estado del Bienestar.

Por otro lado, aunque a muchos no se lo parezca, la renta básica es profundamente inmoral y antisocial. En una sociedad libre, la forma de acceder a aquello que necesitamos o deseamos es a través de la cooperación voluntaria. Para poder ganar el pan necesitamos ofrecer a quienes participan en su elaboración algo que ellos valoren. Así, sea de forma indirecta, a través de un empleador, o directamente, si somos empresarios o autónomos, debemos satisfacer las necesidades ajenas para ganar dinero con el que poder satisfacer las nuestras. Por supuesto, todos querríamos que esto no hiciera falta, que todos los demás trabajaran para nosotros, de modo que nosotros nos dedicáramos a hacer lo que nos viniera en gana todo el día. Si todos hiciéramos eso nadie haría las tareas que nadie quiere hacer pero cuyos resultados valoramos. Con una renta básica, los incentivos para esforzarnos en mantener esa cooperación social se reducirían notablemente y, en consecuencia, nos empobreceríamos, tanto material como moralmente.

Pero además, lo cierto es que encima no somos lo suficientemente ricos como para sufragar la renta básica, al menos en las cifras que maneja Podemos. Si aceptamos como válida su propia estimación de 145.000 millones de euros al año, tendríamos que subir los impuestos enormemente a todos los españoles para pagarla. A todos. Los ricos no dan para tanto. Y los impuestos desincentivan el crecimiento económico y con él las rentas necesarias para pagarlos.

Parece razonable que quienes no puedan satisfacer las necesidades de los demás en el mercado libre, sea de forma permanente o transitoria, puedan recibir una renta mientras se mantengan en esa condición. Y, sin duda, casi todos querríamos poder dedicar todo el tiempo que sea posible a satisfacer sus propias necesidades y no las de los demás. Pero la renta básica, como tantas otras medidas socialistas, es una respuesta equivocada a esos deseables objetivos.

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