Podemos ha construido inteligentemente su discurso en torno a un término que despierta un natural y sano rechazo entre la ciudadanía: casta. Según se nos repite con insistencia, son los miembros de la casta quienes han desvalijado los bolsillos de los españoles y quienes se empecinan por mantenernos en las miserias de la crisis. Bajo estas coordenadas, oponerse al discurso presuntamente regenerador de Podemos se ha convertido en equivalente a defender los intereses de la casta. Y no.
En España ciertamente existe una casta parasitaria. Algunos, de hecho, la hemos venido denunciando desde que tenemos conciencia política. Quizá no tildándola de casta, pero sí de oligarquía, plutocracia o cleptocracia desde las tribunas periodísticas que nos han brindado. A la postre, casta son PP y PSOE; casta son los empresarios subvencionados, privilegiados, concesionados o rescatados por el Estado a costa de los contribuyentes y de sus competidores; casta son los verticalizados sindicatos y patronales que pastan en el BOE; y casta son los burócratas que deciden unilateralmente sobre nuestras vidas. Contra todos ellos llevamos años bregando.
Pero entonces, ¿cómo es posible que Podemos –un partido genuinamente anticasta– despierte tanto recelo, o incluso abierta oposición, entre quienes llevamos años criticando y denunciando a la casta? Pues por una razón muy simple: las políticas que promueve Podemos no contribuyen a erradicar la casta, sino a reemplazar la casta de PP y PSOE por la casta de Podemos e IU.
A la postre, "la casta" no es más que un conjunto de oligarcas con capacidad para robar a los ciudadanos merced al uso y abuso del hipertrofiado aparato estatal. ¿Y qué propone Podemos? ¡Incrementar todavía más los poderes de ese aparato estatal! La diferencia, nos dicen, es que en la actualidad la democracia se halla secuestrada por la casta y cuando ellos gobiernen la soberanía última volverá a residir en el pueblo y el pueblo podrá usar en su propio interés la coacción del Estado.
Mas ¿acaso pensamos que "el pueblo" –como si fuera una entidad única con intereses homogéneos– va a votar o fiscalizar los millones de decisiones administrativas que diariamente adopta hoy un cuerpo de tres millones de empleados públicos? Evidentemente no: si en la actualidad ya sería del todo inmanejable que el cuerpo electoral sustituyera a la megaburocracia gobernante, ¿qué decir de un Estado con todavía más competencias, como el que ambiciona Podemos?
La idea de que el pueblo gobernará es falaz: el pueblo forzosamente delegará la práctica totalidad de los poderes del Estado en una jerarquía de burócratas, y esa jerarquía de burócratas –con sus propias agendas políticas, económicas e ideológicas– constituirá la nueva casta. Ellos… y los grupos de presión que los rodeen o los corrompan con el ánimo de imponer sus intereses sobre el conjunto de la sociedad valiéndose de los nuevos resortes intervencionistas con que contará el Estado. En la Unión Soviética a esa nueva casta se la conocía como nomenklatura; en Venezuela, como boliburguesía. En estos países socialistas las castas no fueron destruidas, sólo reemplazadas.
El problema de fondo es claro: siempre que padezcamos un monopolio de la violencia que se inmiscuya en todas las áreas de la vida de las personas se hará imprescindible la existencia de un gigantesco y omnipotente aparato de burócratas que administre por delegación los amplísimos poderes que detenta el Estado sobre nuestras vidas. Por ese motivo, resultará altamente lucrativo corromper o capturar a parte de los burócratas para lograr sus favores: incluso los propios burócratas tendrán fuertes incentivos para extraer la mayor cantidad posible de rentas a los ciudadanos por la vía de maximizar sus prebendas y de minimizar sus obligaciones. Podemos podrá ondear la bandera de la regeneración y la participación democrática, pero su proyecto político –más poder para el Estado– conduce necesariamente a la constitución de una nueva casta oligárquica.
En suma, la solución a los problemas de España no pasa por sustituir al carcelero, sino por escaparnos de la prisión. No más impuestos, más gasto público, más políticos, más regulaciones o más privilegios, sino más sociedad civil, más contratos voluntarios, más imperio de la ley y más libertad. No maximizar la burocracia, sino minimizarla. Sé que resulta difícil de comprender, pero algunos no aspiramos a colonizar la casta con los nuestros, sino a que la casta, simple y llanamente, deje de existir.