Al valor monetario presente de las rentas futuras que se espera que genere un activo se le denomina ‘capital’. El capital, por consiguiente, no es un conjunto de bienes y servicios actualmente existentes, sino el valor que se le atribuye hoy al conjunto de bienes y servicios que se estima que un activo producirá en el futuro. Gravar fiscalmente al capital —en lugar de a las rentas generadas en cada momento por ese capital— implica hacer tributar a la incertidumbre y al futuro: obligar a pagar impuestos por lo que, acaso, llegaremos a generar en el día de mañana. A efectos prácticos, la imposición sobre el capital fuerza al capitalista a endeudarse para poder hacer frente a su obligación tributaria presente y a amortizar esa nueva deuda —y sus intereses— con los ingresos monetarios que estima obtener en el futuro.
Existen algunos activos, sin embargo, cuya eventual renta futura no será monetizada en el mercado (es decir, activos cuya producción futura no será intercambiada por dinero en el mercado, sino simplemente autoconsumida por su propietario). El caso más típico es el de las viviendas no alquiladas: uno ciertamente puede considerar que el propietario de una vivienda en la que reside está percibiendo una renta en forma de servicios de habitación; asimismo, uno también podría considerar que el propietario de una segunda vivienda vacacional recibe rentas en forma de recreo veraniego. Pero en ninguno de los dos casos cabría afirmar que su propietario está percibiendo ingresos monetarios por ostentar la propiedad de esas viviendas: justamente por ello, a las rentas en especie de ahí derivadas se las denomina "rentas imputadas".
Siendo así, la tributación sobre aquellos activos que no generan rentas monetarias —como las viviendas no alquiladas— ni siquiera puede equipararse al de una deuda que será saldada con los ingresos monetarios futuros de ese activo: básicamente, porque esos ingresos monetarios no van a existir. Al contrario, gravar las viviendas no alquiladas aboca a su propietario a una de estas tres opciones: vender la vivienda, alquilar la vivienda o dedicar parte de su tiempo a generar renta con la que hacer frente a los impuestos imputables a la vivienda. Lo primero es una venta forzosa e indeseada que debe acometerse para sufragar la mordida fiscal. Lo segundo, darle un uso subóptimo al inmueble. Y lo tercero, obligar al propietario a dedicarse a generar rentas.
Pocos impuestos, pues, son tan distorsionadores como los que gravan la propiedad, en especial la propiedad sobre viviendas no alquiladas (y, por tanto, no generadoras de rentas monetarias con las que pagar impuestos). Si no se tratara de un mecanismo meramente parasitario, cabría tildarlo de disparate fiscal: pero siendo una propuesta de Montoro, sólo cabe conceptualizarlo como una herramienta más para saquear a aquellos españoles que han cometido la osadía de materializar parte de sus ahorros en propiedad inmobiliaria. A la postre, las viviendas no pueden salir corriendo de España y, por consiguiente, son las víctimas óptimas para un ministro de Hacienda obsesionado con gastar a costa de empobrecer a los ciudadanos. Por sus características conoceréis a la venidera reforma fiscal.