Como queriéndoles dar la razón a cuantos proclaman que PP y PSOE representan idéntico callejón sin salida programático, Mariano Rajoy ha dado el paso definitivo para terminar de asimilar su política antieconómica a la de Zapatero. Si las salvajes subidas de impuestos, el rescate de la banca o los simulacros de liberalizaciones no fueran suficientes, el presidente del Gobierno nos acaba de anunciar que él también piensa apadrinar su propio Plan E.
Imbuido por el keynesianismo más simplón, el líder socialdemócrata del PP proclama su risueña intención de dilapidar alrededor de 3.300 millones de euros en mejorar la competitividad de la economía española (más otros 2.700 millones que Rajoy espera que aporten algunas empresas privadas y que, pierdan toda esperanza, tampoco nos saldrán gratis al resto de españoles). Después de incrementar el saqueo fiscal perpetrado a las familias y empresas españolas en más de 40.000 millones al año, el presidente del Gobierno pretende dinamizar la economía repartiendo la calderilla sobrante entre sus varios negociados.
Si Zapatero prometió crear empleo, Rajoy augura una reindustrialización y mejora de la competitividad de nuestra economía. Y del mismo modo que el Plan E zapaterial no creó empleo, tampoco el Plan E rajoyano mejorará en un solo ápice nuestra competitividad. A la postre, ni uno ni otro entendieron cuál es el verdadero problema de fondo al que se enfrenta nuestra economía: la necesidad de reconstruir empresarialmente gran parte de su aparato productivo para incrementar nuestra producción de bienes y servicios con demanda internacional. Sólo transformando radicalmente ese aparato productivo devastado por la burbuja inmobiliaria lograremos mejorar nuestra competitividad, generar empleo y, finalmente, incrementar nuestras rentas internas.
Pero la transformación de ese aparato productivo no vendrá del sector público. Primero porque no puede y segundo porque no sabe. Ante la magnitud del reto, las cifras y propuestas peperas se antojan liliputienses y desnortadas: entre 2002 y 2008, la economía española invirtió 1,8 billones de euros, dentro de los cuales más de un billón se dilapidó en el ladrillo. Esos son los bueyes con los que deberíamos dejar de arar y los que, por tanto, deberíamos estar pensando seriamente en reemplazar: y, ante eso, entenderán que una inversión de 6.000 millones (el 0,6% del capital inmovilizado en el ladrillo entre 2002 y 2008) manejada por burócratas con nula visión empresarial apenas sea un orgiástico y despilfarrador brindis al Sol sufragado por el sufrido contribuyente. No en vano, en 2012, uno de los peores años de nuestra industria reciente, el conjunto de la economía española invirtió más de 200.000 millones de euros: una cifra marcadamente insuficiente para superar la crisis pero que, aun así, multiplica por 33 el monto anunciado a bombo y platillo por el PP.
La solución a nuestro estancamiento económico no pasa por que Zapatero, Rajoy o Podemos tiren de talonario laminando tributariamente a familias y empresas. Al contrario, la solución pasa por establecer un marco institucional que fomente el ahorro y la inversión empresarial dirigidos a reconvertir enteramente nuestro aparato productivo: liberalización de mercados, estabilidad institucional y fiscalidad moderada. Si esos tres elementos convergen, el ahorro interior y exterior afluirá en forma de inversión creativa y dinámica, recapitalizando nuestra economía y reabsorbiendo el enorme stock de parados; si, en cambio, esos tres elementos son sistemáticamente violentados por el Estado, apenas lograremos atraer un volumen de inversión diminuto y grisáceo que nos dejará estancados en el cementerio de elefantes que está siendo nuestra colapsada burbuja ladrillística.
Por desgracia, Rajoy se negó desde el primer día a apostar por esos tres vectores del crecimiento económico sano. Su plan pasó por contener el déficit público sangrando al contribuyente con la esperanza de evitar la quiebra del Estado y de que la ulterior recuperación internacional catapultara nuestro crecimiento. A un año de las próximas elecciones, parece que el ritmo de mejora se antoja demasiado lento para sus aspiraciones gubernamentales, por lo que se ha decidido a darle un empujoncito zapateril a la economía para así comprar algunos votos y engañar a algunas voluntades. Falto de principios y de ideas, Rajoy se balancea entre la parálisis política y la irrelevancia ideológica: por eso ha decidido huir hacia adelante cargándonos, una vez más, la factura de sus bacanales al conjunto de los españoles.