Con toda España ocupada en el profundo debate metafísico a propósito de si Cañete es un machote, un machito o un machín, hay un asunto, tal vez menor, que a nadie aquí parece importar una higa. Y es que, tratándose de unas elecciones europeas, acaso algún candidato podría haberse preguntado en voz alta qué sentido económico tiene el hecho en verdad extravagante de que Badajoz y Múnich compartan la misma divisa. Quizá los políticos y los expertos no, pero hasta un niño de chupete podría entenderlo: bajo una moneda única están condenadas a muerte las industrias de menor productividad. Compartir moneda significa competir de igual a igual, y el que pierde tiene que cerrar la tienda. Así de simple. De ahí que ni Hitler pudiera haber soñado jamás en una hegemonía alemana sobre Europa como la que ha sobrevenido tras la creación del euro.
Repárese, por lo demás, en el siguiente dato histórico: en los treinta años previos a la creación del euro, el marco alemán se revaluó un 500% en relación a la peseta.¡Un 500%! Solo un majadero podía llegar a creer que semejante asimetría estructural iba a desaparecer por arte de magia después de que unos gobernantes estamparan sus firmas en un trozo papel. Pero, por lo visto, Europa estaba llena de majaderos. Y España, aún más. La pregunta seria es por qué se implantó el euro. Y la respuesta seria es porque no quedaba otro remedio. Aunque tan imprescindible era crear el euro como evitable que España formase parte de él. El euro se hizo ineludible desde el instante mismo en que Europa dio vía libre a la movilidad de capitales dentro de sus límites fronterizos.
La razón es que, para un país, resulta imposible, completamente imposible, conciliar tres deseos. No se puede disponer a la vez de un tipo de cambio estable, de libertad para que el dinero entre y salga de su territorio y de una moneda propia. No se puede, simplemente. En consecuencia, había que elegir. El euro no fue más que una respuesta técnica al deseo de disponer de una moneda estable con libre de circulación de capitales. Pero no todo el mundo venía obligado a pasar por ese tubo. Suecia no lo hizo. Inglaterra, tampoco. Y Polonia no manifiesta urgencia alguna por hacerlo. España, en cambio, sí tuvo prisa por meterse de cabeza en la ratonera. El canciller Helmut Kohl, que no era ningún estúpido, siempre creyó un despropósito temerario que España formase parte del euro desde el primer día. Para los alemanes, justo es reconocerlo cuanto tanto se les critica ahora, la unificación monetaria tendría que haber constituido la última fase, la coronación de un muy largo proceso de convergencia nominal. Se procedió justo al revés. España, ya se ha dicho, tenía prisa. Porque los hubo, sí, mucho más machos que Cañete.