Calmado en apariencia el último brote de histerismo en los mercados, la enfermedad sigue ahí. Y la enfermedad se llama euro. Por eso, más pronto o más tarde, el síntoma, esto es, el galopar enloquecido de la prima de riesgo por su particular montaña rusa, volverá a enseñorearse de las portadas de los periódicos. Como en aquel cuento de García Márquez, la del euro es la crónica de una muerte anunciada. Que estaba condenado a fracasar, ha sido un secreto a voces desde el instante mismo de su gestación. Así, frente a la fe del carbonero que políticos y creadores de opinión depositaron –y depositan– en la moneda única, todos los economistas académicos de algún nivel auguraron que no funcionaría. Aunque tampoco era muy difícil adivinarlo. De hecho, uno de los principales asesores de Ronald Reagan, Robert Mundell, ya había enunciado las bases teóricas que aconsejaban no crear una moneda común en Europa a principios de la década de los 50. No le hicieron caso, y he ahí al resultado.
A diferencia del dólar, su modelo ideal, el euro no podía –no puede– funcionar por varias razones clamorosamente simples. La primera es que las industrias de un mismo sector tienden a agruparse en el espacio. Por algún motivo, les gusta estar juntas. Se concentran, no se dispersan. Y eso significa que Extremadura nunca, jamás, va a ser como Baviera. Nunca. Jamás. La convergencia regional es una fantasía que ha costado decenas de miles de millones a los contribuyentes. Pero, como todos los mitos, es falso, no existe. De idéntico modo, el sur de Europa tampoco confluirá con el norte. Norte y sur, cada vez vamos a ser más distintos, no más iguales. Ante esa evidencia fáctica, nuestros ingenuos liberales confían en que el mercado resuelva la papeleta asimétrica por la vía de los bajos salarios. Pero se trata de otra quimera.
En los viejos tiempos de la peseta, las regiones pobres de la Península también ofrecían sueldos mucho más modestos de los que se estilaban en Barcelona, Madrid o Bilbao. ¿Y de qué les sirvió? De nada. Cataluña, el País Vasco y Madrid siguieron desarrollándose, mientras las otras se subdesarrollaron todavía más. La de la mano de obra barata es una leyenda urbana. Ningún país o región del mundo ha mejorado su situación económica a largo plazo solo gracias a los salarios bajos. Y ninguno significa ninguno. Nuestras economías son y serán muy distintas. Y economías muy distintas entre sí requieren políticas monetarias también muy distintas entre sí. Y políticas monetarias distintas es sinónimo de monedas distintas. Razón última del fracaso del euro. Claro que idéntico argumento podría aplicarse al Sylicon Valley de California y los arrabales más decadentes y decrépitos de USA. Algo que nos obligaría a reparar en los factores compensatorios que hacen viable a la zona dólar, esto es, la libre movilidad de la mano de obra en un territorio exento de barreras idiomáticas, y las transferencias de renta del Estado en dirección hacia esas zonas deprimidas. El dólar es posible solo porque Estados Unidos es eso mismo que indica su nombre, un Estado, algo que en ningún caso va a ocurrir con Europa. Perded toda esperanza, más pronto o más tarde, la montaña rusa volverá. Únicamente es cuestión de tiempo. Apenas eso.