Eliminar el salario mínimo para las personas sin formación, reducir el coste del despido y cambiar la prestación del paro para incentivar la búsqueda de un empleo. Con estas tres propuestas, Mónica de Oriol se ha ganado, esta semana, el estrellato en los medios y las redes sociales. Y eso que la presidenta del Círculo de Empresarios ya había realizado anteriormente declaraciones polémicas, pero nunca como hasta ahora había adquirido tal relevancia pública.
Eso sí, en general, la acogida no ha sido muy entusiasta. El Salario Mínimo Interprofesional (SMI) para este año es de 645 euros. Y con un 26% de paro, parecería que lo último que hay que hacer es reducir el coste del despido, porque eso podría propiciar aún más desempleo. Además, la lógica dice que todos los parados quieren un trabajo, más allá de las condiciones de su subsidio. Por eso, De Oriol ha recogido muchas más críticas que elogios. Cándido Méndez, por ejemplo, ha dicho que "está anclada en una vieja doctrina, que no tiene correspondencia con la realidad". En las redes sociales, los términos han sido más duros. De "explotación" a "esclavismo", casi todo valía para la presidenta del Círculo, que este viernes eran trending topic en Twitter.
Lo que no ha habido es demasiado análisis acerca de lo que implicarían estas propuestas. España tiene una tasa de paro desconocida en el resto de los grandes países de Europa. Incluso tras seis años de crisis, la media de la Eurozona se mantiene por debajo del 12% (y eso que Grecia y nuestro país tiran mucho de esta media hacia arriba). En Francia o Italia, por ejemplo, dos mercados laborales muy golpeados por la recesión, el desempleo se mantiene en el 10,4% y 13% respectivamente. Y allí estas cifras son motivo de preocupación pública.
¿Dignidad o barrera?
Sobre el salario mínimo existe una fuerte discusión entre economistas. Para unos, supone un límite muy necesario, no sólo para ofrecer al trabajador en unas condiciones mínimas, sino también para mantener la demanda en el conjunto de la economía. Para otros, obligar a pagar un sueldo, incluso aunque parezca muy bajo, sólo sirve de barrera de entrada en el mercado laboral, especialmente para los colectivos más desfavorecidos: jóvenes, parados de larga duración, mujeres que se reincorporan a la población activa tras un largo período de baja, etc...
Cada uno tendrá su postura y sus argumentos. Lo sorprendente no es tanto que haya una discusión académica sobre el tema, sino que cualquiera que se atreva a plantearlo (ahora es De Oriol, pero antes lo hizo el Banco de España) se enfrente al vapuleo público que ha podido verse en los últimos días. Porque hay muchas razones para pensar que éste es un debate que es normal que esté sobre la mesa.
Para empezar, hay que recordar que no todos los países tienen un salario mínimo establecido por la ley. Manuel Llamas publicaba hace unos meses en Libre Mercado un detallado artículo sobre la presencia de esta figura en Europa. Hasta diez estados, algunos de ellos con largas tradiciones socialdemócratas e intervencionistas (como Suecia, Dinarmarca o Alemania) carecen de un límite inferior para los sueldos. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que todos los salarios que allí se paguen sean inferiores a los 645 euros decretados en nuestro país. De hecho, de media, estos países sin SMI tienen tasas de paro inferiores y salarios medios superiores a los españoles.
En este sentido, hay que apuntar dos cuestiones. En primer lugar, que la incidencia del salario mínimo en el conjunto de la población activa es bastante baja. Poco más del 1% de los trabajadores a jornada completa cobra este sueldo. Si, como a veces se dice, los empresarios tuvieran un poder absoluto para imponer las condiciones laborales, lo lógico sería que afectase casi todos los trabajadores (con alguna excepción, como los futbolistas o artistas famosos).
Y además, como recuerda Juan Ramón Rallo en esta columna, al hablar de salario mínimo no hay que olvidar que éste no recoge, ni mucho menos, todos los costes laborales asociados a cada empleado. Sumándolos todos, estaríamos hablando de una cifra cercana a los 14.000 euros al año. Cuando se obliga a un empresario a pagar el SMI, en realidad lo que se le dice es que debe soportar ese coste por tener un determinado trabajador. La consecuencia es obvia: si cree que éste no le aportará a su negocio esos beneficios, no le contratará.
Los jóvenes
En este sentido, no hay que olvidar que la propuesta de De Oriol iba dirigida a los jóvenes, especialmente a los ni-nis, esos adolescentes y veinteañeros que dejaron los estudios y no han conseguido engancharse al mercado laboral. En España, la tasa de paro juvenil es superior al 50%. No sólo eso, el porcentaje de temporalidad es mucho más elevado que en los países de nuestro entorno. En este sentido, para los jóvenes, el mercado laboral español presenta dos grandes problemas: la entrada y la permanencia. Por un lado, no consiguen que les contraten. Por otro, les dura muy poco la experiencia.
La imagen que se dibuja es muy sombría para muchos de ellos. Sin estudios ni experiencia relevante, ¿quién les va a querer contratar? Puede parecer que 645 euros al mes es un salario bajo, pero hay que ponerse en la piel del empresario. Tiene ante su mesa a un candidato del que no sabe nada positivo. Su única información es que dejó los estudios y no ha trabajado en los últimos años (o lo ha hecho puntualmente y por cortos períodos de tiempo). El puesto libre es un empleo de bajo valor añadido, que no requiere demasiada cualificación. ¿Qué incentivos tiene en gastarse 14.000 euros al año en este empleado?
Esto puede verse quizás más claramente en varios gráficos incluidos, precisamente, en uno de los últimos estudios del Círculo de Empresarios sobre el mercado laboral. En el primero se comparan las tasas de desempleo juvenil y de abandono escolar. España está en los primeros puestos en ambas categorías.
Incluso aunque la crisis ha reducido el porcentaje de adolescentes que dejan la escuela sin ninguna cualificación válida, éste sigue siendo cercano al 25%. Para ellos, la entrada el mercado laboral es muy complicada. Aunque tienen algunas ventajas: pueden trabajar en cualquier sector y, probablemente, están dispuestos a recibir un sueldo inferior. Si la legislación laboral no les permite aprovecharlas, imponiendo un salario mínimo o regulando el acceso a determinadas profesiones, ¿con qué van a competir?
En este sentido, una de las diferencias de España con los países de su entorno es la enorme cantidad de jóvenes con un bajo nivel de estudios. No sólo hablamos de los que abandonaron antes de acabar la ESO, sino de aquellos que sólo obtuvieron ese mínimo. Como puede verse en la siguiente gráfica, el 37% de los menores de 30 años tiene como máximo un título de secundaria. Y sólo el 26% tiene un grado medio (FP superior o bachillerato). En Alemania, por ejemplo, los porcentajes son del 13 y el 63%. A esos jóvenes infratitulados es a los que el salario mínimo más penaliza, según De Oriol.
De hecho, hay que ir un paso más allá. Ese 63% de titulados medios que puede verse en Alemania (70% en el caso de Austria, el país con la tasa de paro más bajo de la UE) corresponde en su inmensa mayoría a trabajadores que dieron el paso al mercado laboral a través de la formación profesional dual, un modelo muy exitoso en varios países europeos. Entre los jóvenes germanos, austriacos o suizos, los que escogen esta opción en el instituto son mayoría. Consiste en mezclar enseñanzas teóricas en el centro escolar (quizás 1-2 días a la semana) con formación práctica a cambio de la empresa (hasta alcanzar las 40 horas semanales). Y sí, a estos alumnos se les paga una pequeña remuneración para su trabajo; pero este sueldo suele ser bastante reducido, mucho más que el salario que cobran sus compañeros con más experiencia.
En realidad, es un esquema parecido al que se utiliza en España en unos pocos módulos experimentales de formación profesional. O al de los contratos en prácticas o de becas, tan extendidos en nuestras empresas. A nadie le extraña que los beneficiarios de estos contratos reciban unos bajos (a veces bajísimos sueldos), pues se entiende que a cambio están adquiriendo experiencia. Pero parece una locura universalizar el modelo para cubrir también a los que muchas veces no pueden acceder a estos contratos en prácticas, los jóvenes sin experiencia y sin estudios.