Siempre es un placer contar en España con la presencia de D. José Piñera, artífice de la reforma más revolucionaria en el sistema de jubilación que haya presenciado el mundo en el s. XX: la privatización y capitalización del sistema previsional chileno en 1981. En este sentido, Piñera es el anti-Bismarck del s. XX, el economista reformista que desmanteló el fraude piramidal que implantó el canciller de hierro en Prusia para, según le confesara al periodista William Harbutt Dawson, "engañar a las clases trabajadoras o, si lo prefieres, persuadirlas de que el Estado es una institución social que existe para preocuparse por sus intereses y por su bienestar".
Piñera, a diferencia de Bismarck, no buscó engañar a las clases trabajadoras, sino rescatarlas del fraude en el que han vivido instaladas durante décadas a cuenta del sistema bismarckista, ese gigantesco timo piramidal al lado del cual palidecen los Ponzis y Madoffs de nuestro tiempo. Piñera no pretendía que las clases trabajadoras vivieran subyugadas al poder discrecional del Estado, sino que se convirtieran en clases propietarias de su propio patrimonio, alcanzando así la autonomía financiera del poder político. Piñera no aspiraba a crear una visión ridículamente paternalista del Estado, sino a facilitar que cada trabajador o cada familia de trabajadores pudiese gestionar sus propios intereses sin meter la cuchara sobre los intereses de los demás. Y por eso, el sistema privado de pensiones chileno ha sido un completo éxito y se ha convertido en un referente para todas las sociedades del planeta.
Tal como explico en mi libro Una revolución liberal para España, los resultados del modelo chileno son simplemente espectaculares: entre 1981 y 2012, las Administradoras de los Fondos de Pensiones (AFPs) han proporcionado una rentabilidad media anual a los trabajadores chilenos de casi el 9%. Gracias a ello, y de acuerdo con un reciente estudio, el sistema de capitalización ha proporcionado pensiones superiores a las que habría podido proporcionar el sistema estatal a un 88% de los hombres y a un 84% de las mujeres; los únicos que, según ese estudio, no habrían salido ganando con el cambio fueron aquellos trabajadores que en 1981 ya contaban con una edad muy cercana a la jubilación y, por tanto, apenas tenían tiempo para ahorrar y capitalizar sus pensiones (pero como la reforma de 1981 fue voluntaria, y no obligatoria, para los trabajadores, tampoco ese pequeño porcentaje salió perdiendo). Y, por último, otro estudio reciente estima que la reforma podría haber incrementado el PIB chileno casi un 15% entre 1981 y 2010. Aunque mucho mejor que yo, les podrá explicar el funcionamiento y los logros de este sistema su propio creador, D. José Piñera, a quien tuvimos la ocasión de entrevistar este pasado jueves en esRadio.
Escúchenlo y comparen la situación de un pensionista chileno, que a sus 65 años cuenta con un amplio patrimonio financiero que lo convierte en copropietario de las mayores empresas del mundo, y la situación de un pensionista español, que a sus 67 años sólo cuenta con la expectativa de que el político de turno quiera entregarle un cierto aguinaldo tras sus más de tres décadas de cotización. Más allá de su superior rentabilidad, ése es el gran rasgo diferencial del sistema chileno: la diferencia entre ser propietario y ser siervo del Estado. No lo pierdan de vista ahora que comienza el runrún entre los economistas cercanos al Partido Popular de que habremos de elevar la edad de jubilación hasta los 75 años: en España, los políticos deciden por usted; en Chile, usted decide por usted.