Miguel Ángel Bastenier escribe El País sobre el último libro de Juan Carlos Monedero: "Todo comenzó con la autodestrucción de la Unión Soviética que ‘puso fin al miedo de los poderosos’, y ha tenido como colofón la marea neoliberal que nos aflige"; "Monedero sostiene que en los últimos 20 o más años se ha producido una deriva que ha vaciado el Estado de contenido social para crear en su lugar democracias de baja intensidad".
¿"Todo comenzó"? ¿Qué es lo que comenzó exactamente? Desde luego, ninguna "marea neoliberal", entendiendo por eso la reducción del Estado, que cada vez es mayor, junto a los impuestos, el gasto, la deuda pública, los controles, las multas, etc. Si hay algo que "nos aflige”, desde luego no tiene nada que ver con el liberalismo. No hay ningún vaciamiento de los Estados, cada día más rozagantes. Y el grueso del gasto público es, como siempre, el llamado "gasto redistributivo" o “social”, aquí y en todo el planeta. Nada de lo que sostiene el pensamiento único a este respecto guarda la más mínima relación con la realidad.
La idea de que estamos en democracias deficientes, en cambio, es acertada, pero precisamente por lo contrario de lo que sostiene la corrección política, es decir, porque la expansión de los Estados hace que los ciudadanos puedan elegir cada vez menos, dada la invasión política y legislativa sobre los campos de decisión de los individuos.
Pero la manipulación de la idea de la democracia es característica del socialismo, que siempre se ha apropiado del concepto: no hay más que recordar cómo se llamaba la Alemania comunista, donde la capacidad de decisión de los trabajadores era mucho menor que la que tenían al otro lado del Muro.
¡El Muro! Ahí tenemos lo que en realidad desconcierta a tantos progresistas, aunque, claro, no pueden confesarlo abiertamente. Entonces recurren a circunloquios y metáforas que no pueden ser más llamativos. Por ejemplo, eso de que el comunismo suscitaba el "miedo de los poderosos". Vamos, que si era así, si le temían los poderosos y por eso dejaron de explotar a los trabajadores, entonces no podía ser tan malo ¿verdad?
Pues no, no es verdad, porque el comunismo no asusta exclusivamente a los poderosos sino particularmente a los débiles, y porque ninguna explotación capitalista tiene parangón con la desgraciada suerte de las clases trabajadoras allí donde no hay capitalismo.
Es verdad que los comunistas, igual que los revolucionarios franceses, a los que tanto admiraron Lenin y Stalin, asesinaron a reyes y príncipes, pero el número de sus víctimas aristocráticas y poderosas es insignificante en comparación con los modestos trabajadores: fueron ellos los que representaron el mayor porcentaje de los que se arrodillaron bajo la guillotina. Y de los cien millones de víctimas de los comunistas, la abrumadora mayoría no fueron poderosos sino pobres campesinos y obreros, los humildes, que son los que, con toda razón, más miedo han tenido siempre al comunismo.