En más de una ocasión he tratado de evaluar los enormes costes económicos que, para el País Vasco, ha tenido el terrorismo. Unos costes que se derivan de las secuelas de muerte y destrucción que dejan los atentados cometidos por ETA, así como de la depredación de recursos a la que, a través de la extorsión, el saqueo, los tráficos ilícitos o el desvío de subvenciones públicas, ha sometido esta organización a la sociedad vasca. Sin embargo, la valoración de esos costes no da cuenta de la totalidad de los efectos económicos que tiene el terrorismo, pues no recoge su incidencia sobre el funcionamiento agregado de la economía. Ésta se refleja en el desarrollo a largo plazo y de puede cuantificar observando la trayectoria del nivel de bienestar de los ciudadanos que queda reflejada en el Producto Interior Bruto (PIB) por habitante.
Ello es así porque el terrorismo afecta muy negativamente a las expectativas de los agentes económicos, singularmente a las de los inversores, de manera que éstos reducen su gasto en mantener o ampliar las capacidades de producción y, como consecuencia, el PIB empieza a crecer por debajo de su nivel potencial. Los estudios internacionales señalan que, en efecto, el terrorismo incide negativamente sobre el crecimiento económico tanto más cuanto mayor es la intensidad de las campañas emprendidas por las organizaciones que hacen de la violencia su modo de expresión política. Y también indican que cuando esas campañas cesan las aguas vuelven a su cauce y la economía se recupera, produciéndose así un auténtico dividendo económico de la paz.
En un reciente trabajo que pronto se dará a conocer por la Cátedra de Economía del Terrorismo, el profesor Thomas Baumert y yo hemos indagado es este último asunto, estimando el ciclo completo de la incidencia de la violencia etarra sobre el PIB per capita del País Vasco. Siguiendo la pauta metodológica que establecieron Alberto Abadie y Javier Gardeazabal, hemos estimado la diferencia entre el producto efectivamente obtenido en la economía vasca y el que hubiera tenido lugar si ésta no hubiese estado sometida al terrorismo. El gráfico adjunto sintetiza los resultados obtenidos. En ellos se comprueba que desde 1984 y hasta 2005 la economía vasca registró pérdidas en su crecimiento. Éstas fueron ampliándose hasta alcanzar el 16 por ciento en el trienio 1994-1996. Después se redujeron paulatinamente a medida que la actividad terrorista, por efecto unas veces de las treguas de ETA y como consecuencia de la represión policial en la mayor parte del período, fue decayendo.
En total, a lo largo de un poco más de dos décadas los vascos obtuvieron un nivel de riqueza anual inferior al que habrían logrado si el terrorismo no hubiese causado los estragos que ocasionó. Hemos cuantificado esa pérdida en un promedio del 8,7 por ciento del PIB por habitante, lo que equivale a casi 31.500 euros por persona (medidos a precios de 2002) en esos veintiún años. Ese promedio es el resultado de un menor crecimiento tanto del PIB, estimado en el 17 por ciento —es decir 6.130 millones de euros cada año—, como de la población, que hemos calculado en el 6,9 por ciento —o sea, 144.658 personas en promedio anual—.
La dimensión de esta pérdida macroeconómica es verdaderamente notable, aunque resulta inferior a la de otras experiencias terroristas que han sido estudiadas con el mismo procedimiento. Por ejemplo, en el caso de Irlanda del Norte, como ha puesto de relieve Richard Dorsett, del National Institute of Economic and Social Research de Londres, el diferencial negativo en el crecimiento del PIB por habitante se extendió durante más de tres décadas —entre 1970, el año posterior al de los Disturbios que desencadenaron la campaña terrorista del IRA, y 2008, diez años después del Acuerdo de Viernes Santo— y alcanzó una profundidad mayor que en el País Vasco, pues su nivel máximo se mantuvo durante trece años —entre 1980 y 1993— en torno al 17 por ciento.
Pero más allá del retroceso económico que provocó el terrorismo, lo que también se pone de manifiesto en el gráfico es que, cuando la campaña de ETA se fue agotando, sus efectos negativos también lo hicieron. Y de este modo, observamos que desde 2006 yo no se aprecia ningún coste macroeconómico de la violencia terrorista. Puede decirse por ello que existe un dividendo económico de la paz, incluso desde unos años antes de que ETA cerrara finalmente su campaña. El bajo nivel de ésta tras la ruptura de la negociación entre el Gobierno de Zapatero y ETA, inducido seguramente por la intensificación de la lucha policial contra la banda terrorista, explica este resultado.
El dividendo de la paz, tal como lo hemos cuantificado, ha permitido recuperar, entre 2006 y 2011, un 17,5 por ciento de la pérdida acumulada del PIB por habitante durante los dos decenios en los que el impacto de la violencia fue negativo. Por ello, para que el País Vasco pueda volver a ser la tierra de prosperidad que fue en el pasado, es importante cerrar definitivamente el ciclo terrorista con la disolución de ETA. Y aún así, es probable que tengan que pasar otros veinticinco años para que se puedan restañar completamente los daños ocasionados por el terrorismo. Tal es la tarea que convoca a los gobernantes de la región y también a los de España. De sus aciertos y de sus yerros dependerán las cuentas de ese futuro que deseamos.