¡Cómo van a aceptar que haya normas! A los sindicatos españoles les gusta la anarquía. Es en la anarquía donde se desenvuelven con soltura, es en la anarquía donde, con la misión de informar, abren cabezas a los que no aceptan la información que ofrecen; es en la anarquía donde boicotean la producción, dañando los medios para la misma, a fin de que la empresa (pública o privada, pues, en su ideología, aunque digan lo contrario, les da igual) se vea perjudicada; al fin y al cabo, empresa es exponente de un capitalismo arcaico (no importa quién sea el titular del capital).
El trabajador y su suerte están ausentes de la política sindical, que, desde luego, es claramente política y, muy raramente, sindical. De hecho, los sindicalistas más instruidos a lo que aspiran no es a inmolarse por la causa obrera, sino a tomar asiento en un ministerio, que, además del disfrute inmediato, asegura, tal y como están las cosas, una larga y placentera vida en un puesto destacado y bien retribuido de una empresa pública o, quizá mejor, privada.
Los otros, los vociferantes, los agresores violentos, los de más baja estirpe, aspiran a no vivir peor, aunque, sabiéndose criticados por propios y extraños, les consta que cuanto más se ascienda hacia la cúspide, menos importan esas críticas. Al fin y a la postre, todo ello se debe a que la gente es muy envidiosa.
Que la huelga es un derecho constitucional, así contemplado en el artículo 28.2 del texto vigente de 1978, no tiene duda alguna. Pero tampoco cabe dudar que, en el mismo, se dice:
La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad.
No sólo debería garantizarse en la ley el mantenimiento de tales servicios, sino que la huelga, tal y como aparece en ese número dos del artículo 28, se reconoce como derecho de los trabajadores, en tanto lo sea "para la defensa de sus intereses". Quedan excluidas las huelgas puramente ideológicas; aquellas que discuten la titularidad del capital, las llamadas a interferir planes de viabilidad, fusiones, absorciones o la simple reordenación del proceso productivo de los bienes y servicios, etc.
Nadie, incluidos los empresarios, discutirá la protección de los legítimos intereses de los trabajadores; nadie, excepto los sindicalistas, que, ajenos a los intereses de los trabajadores, están en pie de guerra contra la iniciativa que pueda abrir el proceso legislativo tendente a la regulación del derecho de huelga, y que deriva del mandato constitucional.
Entiendo que a los sindicatos se les puede acabar en buena medida el negocio de la confrontación política, de la violencia en el ejercicio del trabajo, que, a falta de otras razones, son las constitutivas de toda su acción sindical, supuestamente en defensa de los intereses de los trabajadores.
La gresca, en un marco de anarquía, es su verdadero escenario.