A la hora de manifestar opiniones acerca de lo deseable, de lo importante, incluso de lo imprescindible, conviene que nos paremos a pensar el valor que otorgamos a estos términos. Parece poco discutible que nuestra apreciación será bien diferente en períodos de opulencia que de depresión, incluso en épocas de euforia personal que en etapas en las que parece que el mundo está contra nosotros. Una vez concluido el proceso de valoración de nuestro deseo, convendría cuantificar su resultado, de forma que no quede todo en bellas palabras.
Nuestra vida real está acorralada por el primer enemigo de nuestros deseos: la escasez. Todo en el mundo es escaso. Escaso es el tiempo. Son escasos los kilómetros cuadrados de territorio de cualquier nación. Son escasos los recursos disponibles llamados a satisfacer nuestros deseos. Sin embargo, éstos aumentan de tal forma que cuando no ha terminado la satisfacción de uno ya hay una lista de espera ansiando su satisfacción.
El conflicto que plantea la escasez de unos frente a los ilimitados deseos de los otros nos lleva a distinguir entre lo importante y lo más o menos importante. Este conflicto se resuelve a diario con enorme sencillez en la economía doméstica cuando, en función de lo disponible, se eliminan apetencias restringiéndolas a lo posible, proporcionando la mejor satisfacción. La cosa cambia cuando ese maldito instrumento que algunos llamamos mercado y su cruel herramienta de los precios dejan de funcionar porque es el sector público el que entrega los bienes, dando la impresión de que son dádivas recibidas, por lo que, como dice el viejo refrán, "a caballo regalado no le mires el bocado".
Cuando las cosas, en general, no van tan bien, los recursos disminuyen y la capacidad para satisfacer aquellas apetencias se reduce, tornando la satisfacción en malestar de la población. En estos días, alguna comunidad autónoma está viviendo la decisión de un inminente cierre de su televisión autonómica. Una decisión que, además, ha despertado ansias semejantes en otras comunidades e intenciones de privatización en algún otro caso. Las reacciones de la población no se han hecho esperar. La opinión más sentida de las que he oído es que con el cierre de la televisión autonómica se pierde un signo de identidad de la propia comunidad; algo que no deberíamos permitir porque con ello va nuestro propio ser.
Si esto fuera un mercado al uso, la cosa sería sencilla y la discusión finalizaría casi antes de empezar. Aceptemos que es importante, por aquello de identificar nuestro propio ser, pero ¿cuánto de importante? ¿Más que la educación? ¿Más que la sanidad? ¿Más que el orden público?... Resolvamos sencillamente el problema respondiendo a una pregunta como lo hacemos a diario en el mercado: ¿cuánto estaríamos dispuestos a pagar por cada uno de esos bienes tan importantes para nosotros? Conocida la respuesta, conoceremos claramente cuán importante es la televisión.