La regulación o, si prefieren ustedes, el regulador, tiene un gran problema: no puede culpar al mercado por el resultado de su torpe actuación. Todo regulador aspira a detentar el máximo poder, incluso algo más. ¿Para qué? La respuesta a esta cuestión carece de precisión. Yo creo, sin demasiado temor a errar, que si los interrogásemos casi todos enmudecerían ante la dificultad de una respuesta coherente con el sentido común.
Los más dirán que su aspiración es para eso, para sentirse poderosos, aunque no sepan qué hacer con el poder. Pocos se plantearán que, al tiempo que poder, se asume otra faceta menos apetecible, que es la responsabilidad; y ésta, objetivamente, complica mucho el nirvana del poder. ¡Quién iba a imaginar que presidentes de entidades financieras, de grandes corporaciones, que ministros poderosos iban a ser protagonistas de sumarios instruidos en persecución de delitos comunes; o sea, que iban a presentarse como vulgares delincuentes!
Hay sin embargo un conjunto de acciones públicas que, provocando un daño a la economía nacional tan sustantivo o más que los fraudes, las prevaricaciones, las desviaciones de fondos públicos o privados, etc., permanecen exentas de castigo. Me refiero al daño que muchas regulaciones producen en el ámbito económico. Y lo saco a colación, precisamente, en el momento en que se pregona que ha terminado la recesión, y algunos incluso que se inicia la recuperación.
Sin competitividad, sin eficiencia, sin ventajas comparativas en los costes de nuestros productos respecto a los países de nuestro entorno, la recuperación no pasará de ser un concepto cuasi metafísico. De aquí que, al considerar esa vía de recuperación que todos deseamos para nuestra economía, descubramos un enemigo con el que a diario compartimos nuestra vida: el coste energético o, si lo prefieren, el precio de la energía.
Por mor de la regulación, el desajuste entre costes de producción de la energía eléctrica y los ingresos obtenidos en ese mercado ha acumulado una deuda que supera los 26.000 millones de euros. El empeño de que el mercado no transmita a los precios el coste de la energía, por un lado, y las primas concedidas a la producción de las llamadas "energías renovables" (que aún desfiguran más el mercado), por otro, han conseguido que los precios vivan ajenos a los costes reales de producción. Esa carencia de racionalización, que se resolvería si los precios representaran los costes reales del producto, ha conducido, inexorablemente, a un hiperconsumo energético, elevando el déficit eléctrico significativamente.
La situación es financieramente insostenible, y también lo es para la economía real, situada en una burbuja de ficción. ¿Nada tiene que decir el regulador de todo esto? ¿No le es exigible una responsabilidad por sus efectos en el crecimiento? ¿Hay que suponer que el regulador es infalible y, consecuentemente, intocable?