El paso hacia una sociedad participativa es particularmente notable en la seguridad social y en los que necesiten cuidados de larga duración. Es precisamente en esos sectores donde el clásico Estado del bienestar de la segunda mitad del siglo XX ha producido sistemas que en su forma actual ni son sostenibles ni están adaptados a las expectativas de los ciudadanos.
Con estas palabras, leídas por su nuevo rey, Guillermo Alejandro I, pero escritas por el Gobierno liberal-socialdemócrata, Holanda se ponía este martes a la cabeza de un debate que desde hace años recorre Europa: ¿cómo mantener, si es que es posible, el Estado del Bienestar creado tras la Segunda Guerra Mundial?
La crisis económica ha puesto las cuentas públicas de un buen número de países de la UE al borde del precipicio. Todo el mundo es consciente en los casos de España, Italia, Portugal o Grecia. Pero también en el norte de Europa existe preocupación por la sostenibilidad financiera de los servicios públicos y las prestaciones sociales. Dinamarca, Suecia, Finlandia o el Reino Unido llevan años (en algunos casos décadas) implementando reformas en pensiones, educación o sanidad.
De esta manera, mientras en el sur de Europa los manifestantes claman por la elevación de la edad de jubilación, el copago sanitario o la reducción del número de funcionarios, a los contribuyentes alemanes o finlandeses, que han puesto el dinero para rescatar a los PIIGS, ya se les aplican estas medidas desde hace años.
'Abrir el melón'
Ahora le toca el turno a Holanda, en una débil situación económica, de abrir el melón. No será sencillo. La oposición ya ha puesto el grito en el cielo. Y el Gobierno asegura que no es una elección sencilla, simplemente, es que no hay dinero. El diario progresista De Volkskrant encabezaba su portada del viernes con una contundente afirmación: "El Estado del Bienestar ha muerto, viva la sociedad participativa". ¿Será verdad?
Mucho antes de la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008, la sostenibilidad del Estado del Bienestar europeo era puesta en duda por numerosos expertos. El modelo, nacido a comienzos del siglo XX y llevado a su máxima expresión tras la Segunda Guerra Mundial, daba muestras de agotamiento.
Más beneficiarios y más caros
Cuando se habla del envejecimiento de la población europea y del coste que tendrá, se piensa siempre en las pensiones; pero no es éste el único ámbito en el que el cambio de la pirámide poblacional tendrá consecuencias. Se espera que en 2050 más del 25% de los ciudadanos europeos tengan más de 65 años. Esto quiere decir menos personas trabajando y más recibiendo prestaciones sociales cada vez más caras.
Según los expertos, el gasto en sanidad, por ejemplo, se mantiene más o menos estable desde los 10 a los 60 años. A partir de esa edad, comienza a crecer de forma casi exponencial. Los estudios dicen que en el año 2025, tratar a un paciente de menos de 65 años costará unos 2.200 euros (a precios constantes de 2010). Para los que tengan entre 65 y 79, esta cantidad se multiplica por cuatro, hasta los 8.570 euros. Para los que tengan entre 80 y 94 años, el coste será de 15.000 euros (siete veces más que al paciente convencional). Y para los mayores de 95 el coste será de 28.500 euros (catorce veces más).
Habrá quien diga que a cambio se gastará menos en educación, porque no nacen niños. Y que hay cierto margen para subir el número total de la población activa cuando finalice la plena incorporación de la mujer al mercado de trabajo (ahora mismo, entre las mayores de 50 años, aún hay un importante grupo al margen, una situación que irá diluyéndose con el paso de los años). En cualquier caso, ni el ahorro será suficiente para cubrir los incrementos del gasto sanitario, ni las nuevas incorporaciones suplirán a las bajas.
Además, hay que tener en cuenta que las prestaciones sociales cada día alcanzan a más individuos. En Alemania, por ejemplo, antes de la crisis, se estimaba que más del 70% de los hogares recibían algún tipo de ayuda pública. Y eso en un país con una renta per cápita que en la actualidad es ¡de más de 32.600 euros! En Libertad de Elegir, Milton Friedman apuntaba que "al comienzo de los programas de bienestar, los individuos que se beneficiaban eran pocos y los contribuyentes que financiaban los programas muchos. Ahora, todos pagamos programas con el dinero de uno de nuestros bolsillos intentando llenar el otro bolsillo".
Incentivos perversos
El Estado del Bienestar se asocia a la ayuda a los necesitados. El problema es que dar dinero a alguien por "ser algo" o por "estar en una determinada situación" implica generar incentivos que pueden llegar a ser perversos. En Dinamarca, por ejemplo, en los últimos meses, se ha generado una gran polémica a raíz de determinados casos aparecidos en los medios de comunicación de personas que vivían sin trabajar durante años, aunque eran perfectamente capaces de valerse por sí mismos; como el de esa madre soltera con dos hijas que vive en una casa pública, recibe 2.700 dólares al mes del Gobierno y no ha trabajado nunca. En el país nórdico, casi el 9% de la población activa está oficialmente considerada como discapacitada y recibe una prestación del Estado. Con todo esto, sólo en 3 de 98 municipios la mayoría de los residentes trabajan (contando niños y ancianos, claro). Y eso en un país con una tasa de paro de menos del 5%.
Es muy difícil sostener una situación así. En España, por ejemplo, hay menos de 19 millones de trabajadores con una población de 47 millones de habitantes. Nadie quiere estar en el paro ni ser pobre, pero si los incentivos no están alineados, se pueden acabar propiciando situaciones indeseadas. Según los datos del Observatorio Laboral de la Crisis de Fedea, aquellos parados que no cobran el subsidio de desempleo tienen el doble de posibilidades de encontrar trabajo que aquellos otros con sus mismas características pero que sí tienen derecho a una paga mensual. Todos los parados quieren un empleo, pero el diseño de la prestación es clave para motivar y facilitar que lo encuentren lo antes posible.
En este sentido, el Estado del Bienestar ha generado una clase propia de personas que han vivido durante décadas de ayudas estatales que no quieren perder. En EEUU, hay mucha literatura académica sobre personas que no buscan empleo porque temen que les quiten sus beneficios. Un estudio de el Cato Institute apunta que en 39 estados la paga social del receptor medio es superior, por ejemplo, al salario inicial de una secretaria.
Las estadísticas muestran que cuando una persona comienza a recibir ayudas sociales, lo normal es que salga con relativa facilidad de esa situación: tiene relaciones laborales, está dentro de la dinámica del mercado laboral,... Pero si se mantiene más de un año, se multiplican las posibilidades de que se perpetúe en ese estado. En España, los parados con menos de tres meses en esa situación tienen más del 50% de posibilidades de encontrar un empleo en el trimestre siguiente; los de más de un año, menos del 15%. Por lo tanto, los expertos apuntan a que las ayudas deberían diseñarse para ser una ayuda para momentos difíciles, que incluyan incentivos para salir de esa situación, no un derecho sin ninguna contraprestación para el beneficiario.
Y esto, ¿quién lo paga?
Aunque a veces se olvida, los contribuyentes son la otra cara de la moneda del Estado del Bienestar. Las pensiones, los sueldos de los médicos, los ordenadores para los colegios y los subsidios del paro cuestan dinero. Esta cuestión es una obviedad, pero casi nunca entra en el debate. En ocasiones, parece como si las arcas del Estado fueran infinitas. Pero no lo son. Cada euro que se gasta en prestaciones (sean las que sean, justas o injustas, para necesitados o aprovechados) se ha sacado antes del bolsillo de un ciudadano a través de sus impuestos. El discurso tradicional afirmaba que, a cambio de las generosas prestaciones públicas, los europeos estaban dispuestos a pagar elevados tributos. Sin embargo, todo tiene un límite.
En este sentido, casi siempre queda el recurso al clásico eslogan que exige que los "ricos" paguen más. Pero lo cierto es que los ricos ya pagan una parte sustancial de los impuestos. A pesar de las noticias puntuales (y muy llamativas) sobre millonarios que esquivan a Hacienda en los llamados paraísos fiscales, lo cierto es que la mayor parte de la recaudación llega de las clases altas. Y con mucha diferencia.
En España, el 28% de los contribuyentes, los que tenían una base imponible de más de 28.500 euros, aportaron el 70% de la recaudación del IRPF en 2010. Y esa tendencia aumenta con la renta. El 5% de las declaraciones (las que tenían una base imponible superior a los 60.000 euros) sumaba el 31% de la recaudación. Es decir, que casi un tercio de lo que se paga en el Impuesto sobre la Renta llega del 5% más rico.
Tras las últimas subidas, estos contribuyentes ya pagan tipos marginales que van del 47 al 52%. Subir aún más los impuestos implica un doble riesgo: desincentivos al trabajo y fuga de talentos. Respecto a lo primero, hay que recordar que también en Europa está vigente la Curva de Laffer: a partir de un determinado nivel, subir los impuestos reducen la recaudación, porque se produce menos riqueza, ya que no merece la pena trabajar para que se lo lleve todo Hacienda. En España, según los cálculos de José Félix Sanz para FAES, ya hemos rebasado ese nivel, por lo que los incrementos en tributos sobre el trabajo (sobre todo IRPF) acaban incluso perjudicando a las arcas del Estado.
En segundo lugar, los países europeos tienen que tener en cuenta que ni las fronteras ni las distancias son como antes. Más allá de casos muy mediáticos, como el de Gerard Depardieu en Francia, lo cierto es que ahora es mucho más fácil escapar del fisco de tu país si el nivel de presión llega a niveles intolerables. Los países emergentes, Asia, EEUU, Reino Unido o los llamados paraísos fiscales: hay decenas de opciones.
Europa sabe que para mantener su Estado del Bienestar necesita alguien que lo pague. Atacar tributariamente a las rentas altas es perjudicial para su competitividad, porque son estos trabajadores los que más aportan al crecimiento de un país. Cuando se habla de inversión en I+D o de ingenieros o de start-ups, hay que recordar que estos trabajadores ganan mucho dinero y tienen muchos destinos para escoger. Si ellos van a pagar la factura, necesitan saber que merece la pena hacerlo. Alrededor de este dilema se plantea el futuro de un Viejo Continente que cada día es más viejo.