Cualquiera que no se enfrente a la cuestión con unas gigantescas anteojeras ideológicas no podrá dejar de estar de acuerdo en que la actual crisis económica tiene parte de su origen en las múltiples trabas que se ponen a la iniciativa empresarial.
Y no estamos hablando de una percepción irreal de exceso de burocracia o de un empeño en pro de ese "capitalismo de mercados desregulados" del que tanto se habla pero que en realidad está muy lejos de existir, y menos aún en España, un país que genera 13.000 nuevas normas cada año, y eso sin contar las de los ayuntamientos y otras administraciones locales.
Tan monstruosa maraña legal que reclama del empresario una inversión absolutamente desproporcionada de recursos y esfuerzos para poder tan sólo aclararse y conocer sus muchísimas obligaciones. Cumplirlas, por supuesto, puede suponer un imposible que lleve a muchas compañías al cierre o, lo que quizá todavía sea peor, a fracasar antes de que puedan siquiera echar a andar.
En este sentido, no es cuestión baladí que, tal y como reflejan diversos ránkings, la España de los seis millones de parados esté a la cola del mundo desarrollado en diversos aspectos relacionados con la creación y la apertura de empresas.
Sin duda hay otras, pero esa agresividad contra las empresas, los empresarios y, en general, la libre actividad económica es una de las causas más importantes de la crisis que padecemos.
Es necesario no sólo poner coto a la hipertrofia normativa, sino ir mucho más allá: es preciso un cambio profundo de mentalidad tanto entre los dirigentes como en los ciudadanos, que lleve a unos y otros a comprender que lo único que puede frenar esta insostenible sangría del mercado de trabajo es, precisamente, facilitar el funcionamiento de los únicos agentes económicos que han demostrado que sirven para crear empleos: las empresas.
Mientras no sea un país más favorable a la iniciativa empresarial, España seguirá siendo un páramo en lo que a empleo se refiere.