Parece una obviedad, pero quizá no lo sea tanto, a juzgar por la alegría con la que cada semana se nos advierte del éxito del Tesoro colocando más y más deuda en sus modalidades de letras o de bonos, a plazos distintos. No vemos el éxito por ningún sitio. Sin ánimo alguno de derrotismo, lo considero el signo del fracaso en la administración de la cosa pública.
Lejos queda ya aquella época en que la deuda del sector público se situaba en torno al cuarenta por ciento del PIB, cifra que, aunque sigue sin gustarme pues es expresiva de una mala administración de los recursos públicos, podía tolerarse ya que su cuantía no afectaba sensiblemente a la credibilidad de nuestra solvencia económica.
Pero las cifras crecen desaforadamente, situándose ya en niveles próximos al propio volumen del PIB, lo cual ya son palabras mayores que deben de preocupar al Gobierno, a la oposición y, en definitiva, al pueblo español que es sobre quien incide el gravamen de la misma.
Una lectura muy primaria de la deuda viene a corroborar que una sociedad, la española de principios del siglo XXI, ha gastado mucho más de sus disponibilidades, en un gesto evidente de prodigalidad, por lo que otra sociedad, también española pero de una, dos o tres generaciones posterior, tendrá que sacrificar parte de sus disponibilidades para poder pagar el compromiso que contrajo la alegre e irresponsable generación que le precedió, la nuestra.
¿Qué derecho tenemos nosotros a transferir a las generaciones futuras un gravamen que nosotros hemos provocado, por el deseo de vivir por encima de nuestras posibilidades? Nosotros, en un acto de voluntad, estamos endeudándonos para vivir mejor de lo que nos corresponde, mientras que a nuestros hijos y nietos nadie les preguntará si desean o no el endeudamiento, siendo su única opción la de pagarlo a su vencimiento.
Cuál será el sacrificio que tendrán que hacer esas generaciones para liquidar una deuda en la que nunca tuvieron decisión es algo que parece no preocupar a la exitosa generación presente que, habitualmente dos veces por semana, canta sus éxitos de colocación, incrementando el volumen endeudado.
Es cierto que el endeudamiento es una forma poco violenta de financiarse el sector público, mucho menos violenta que un aumento en los tributos, sean indirectos –más imperceptibles– o sean directos, en los que el cálculo de cuántos minutos de cada hora trabajada se trabajan para el Estado es algo inevitable. La deuda, por esta razón, tiene una menor resistencia social. Sin embargo, debilita la solvencia y la credibilidad de la economía nacional y, cuando alcanza cierto nivel, el reconocimiento del dato estadístico alarma y genera desconfianza, tanto en el interior como en el exterior.
Por otro lado, este incremento de deuda pública no se produce como disyuntiva al incremento de impuestos, sino como adicional al aumento en la presión tributaria, consecuencia del incremento de tipos, de eliminación de deducciones y de modificaciones en el cálculo de las bases tributarias.