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José García Domínguez

Por qué no estamos saliendo de la crisis

No han entendido lo evidente. Y acaso eso sea lo más desolador de nuestra situación actual, que las élites hayan llegado a creerse su propia propaganda.

No han entendido lo evidente. Y acaso eso sea lo más desolador de nuestra situación actual, que las élites hayan llegado a creerse su propia propaganda. La ola de optimismo gratuito a cuenta del fin de la recesión que ha puesto en marcha el Gobierno revela esa incomprensión de fondo. Hablan como si ésta fuese una crisis igual que las demás, que se resolverá igual que las demás. Pero esta crisis es distinta a todas las demás, y no se va a resolver como ninguna de las demás. Asombra que no vean lo obvio. Pero no lo ven. Lo obvio es que España solo dispone de dos alternativas posibles: o igualar la productividad de Alemania o abandonar el euro. No hay ninguna otra opción. Ninguna. Nuestra disyuntiva histórica resulta tan desoladoramente simple como eso. Bien, pues no lo ven. De ahí que, tanto desde la derecha como desde la izquierda, se sigan postulando estrategias económicas propias de un mundo que ya no existe, el mundo del Estado- nación soberano. Por primera vez, coinciden, pues, ortodoxos conservadores y neokeynesianos: ni los unos ni los otros han acabado de comprender qué implica el espacio euro.

Los keynesianos, partidarios de los estímulos a la demanda desde los países de la Unión que disponen de margen fiscal para hacerlo, esto es Alemania, olvidan cuál sería la consecuencia a medio plazo en España. Olvidan que, como a Sísifo, los dioses de la moneda única nos han condenado a cargar sin cesar una roca hasta la cima de la montaña, desde donde la piedra volverá a caer por su propio peso. Una y otra vez. Eternamente. La peor de las condenas: un esfuerzo inútil y sin esperanza. Eso es la austeridad, sí. Pero también lo sería un crecimiento inducido que nos abocase de nuevo a déficits insostenibles de la balanza comercial. Ahora constituye nuestro sino: si creáramos empleo y se recuperase el consumo, al punto volvería a desbaratarse la balanza de pagos por un exceso de importaciones. Porque el problema no viene de la deuda pública, eso únicamente es un síntoma. La verdadera enfermedad, mucho más grave y de muy compleja cirugía, reside en la ineficiencia global de nuestro aparato productivo, incapaz de competir sin el escudo protector de una divisa propia. Algo que tampoco parecen haber comprendido cuantos postulan recetas que se dicen conservadoras. Predicar, tal como se sostiene desde esa corriente teórica, que sea el mercado quien resuelva el problema vía un ajuste automático de precios y salarios es ignorar que las reglas del juego han cambiado. Otros que olvidan lo obvio.

Porque en el viejo mundo que se fue, el de las monedas nacionales, las regiones deprimidas del sur de Italia o de España ya tenían sueldos mucho más bajos que las zonas ricas del norte. ¿Y acaso les sirvió de algo para corregir su postración histórica y permanente declive? ¿Qué serían hoy esos territorios meridionales sin los flujos migratorios masivos y las transferencias estatales de renta que compensan su crónica debilidad estructural? Unas transferencias fiscales, por cierto, que Alemania jamás asumirá con su nueva periferia mediterránea. Porque lo mismo ocurre con los Estados de la Unión tras la unificación monetaria. Por lo demás, si antes de la crisis fue imposible mantener el antiguo equilibrio entre las muy heterogéneas economías del norte y el sur de Europa, ¿qué les hace pensar que ahora sí se podría recuperar? El mito de la mano de obra barata. Quizá no haya una falacia económica más universalmente extendida que ésa. Sin embargo, ningún país del mundo ha mejorado su situación económica solo gracias a pagar salarios bajos. Y España no va a ser la excepción. Que no lo es lo demuestra, sin ir más lejos, que Yamaha haya desmantelado su factoría aquí para migrar a Francia, no a Marruecos. Al igual que el fabricante de motocicletas Piaggio, que tampoco se ha ido a Guatemala sino al muy caro norte de Italia.

Frente a lo que tantos creen, China no ha inundado todos los mercados del planeta con sus productos merced a los ingresos risibles que cobran sus trabajadores. De hecho, las exportaciones chinas ni siquiera resultan intensivas en mano de obra, sino en capital. Nos venden teléfonos móviles y pantallas de plasma, no sacos de arroz y cestos de bambú hechos a mano. Porque lo que de verdad cuenta es la productividad, no los sueldos. Las nóminas miserables de Pekín no son muy distintas a las que se estilan en África. Y sin embargo nadie parece muy preocupado por la competencia empresarial de Uganda y el Congo en las sedes centrales de Fiat o Siemens. El secreto del éxito de China es haber emulado la productividad de Occidente, no mantener los sueldos de Zambia. En una economía no sometida a distorsiones cambiarias la productividad lo es todo. Quien iguala la de los mejores, sobrevive; quien no, desaparece. Otra necedad aquí muy común: los mediterráneos son vagos y los nórdicos muy laboriosos. Necedad, sí, porque no se puede comparar la productividad aislada de un trabajador alemán frente a la de, pongamos por caso, un griego. La productividad es una característica sistémica, no individual. La determinan la organización, el nivel técnico y el conocimiento aplicado del conjunto de una economía. Razón última de que a países como Portugal no les vaya a quedar más remedio que salir del euro. Deserción que solo es una cuestión de tiempo. Será su precio a pagar. Como las nueve mil empresas españolas que tuvieron que cerrar en 2012 constituyen parte del nuestro. ¿Final de la crisis? Pero si la desindustrialización de España apenas acaba de iniciarse.

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