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José García Domínguez

La falta de crédito no es el problema

El verdadero problema es que nadie quiere un crédito que no sea para ir tirando con los gastos corrientes.

El verdadero problema es que nadie quiere un crédito que no sea para ir tirando con los gastos corrientes.

Algo no funciona. Y se trata de algo importante. Tan importante que es lo que nos permite seguir creyendo que conocemos los principios por los que se rige la economía. Eso que llaman la ley de la oferta y la demanda prescribe como una verdad evidente que la brusca disminución del precio de un bien deseable provocará un aumento inmediato de su demanda. Así, cuando Ben Bernanke, el gobernador de la Reserva Federal, anunció al mundo que iba a bajar de golpe el precio del dinero, el bien más preciado en cualquier parte, hasta casi regalarlo, los ortodoxos se echaron las manos a la cabeza. Tanto Bernanke como su alter ego en el Banco de Japón se proponían refutar la máxima de que en una economía de mercado no hay nada parecido a una cena gratis. ¿O qué otra cosa es la barra libre de crédito a tipos de interés que rondan el 0%, a intereses negativos de facto? Los fabricantes de la opinión pública, perplejos, buscaron en sus viejos manuales universitarios el capítulo donde se explica que si el precio de lo que sea se aproxima peligrosamente a nada la demanda de lo que sea tenderá peligrosamente a infinito. Aunque el asunto todavía era mucho más grave. Y es que, no contentos con repartir cenas gratis a diestro y siniestro, igual Bernanke que el otro se pusieron a darle vueltas de modo compulsivo a la manivela de los billetes. En Japón la maquinita echaba humo: por cada yen en circulación antes de que estallara su burbuja particular, la autoridad monetaria ordenó imprimir otros 3,6. Un incremento del ¡360%! Y Estados Unidos no le iría a la zaga. Desde el día en que Lehman Brothers, un anodino banco de inversión, se ganó un puesto estelar en los libros de historia, cada billete verde de dólar ha visto surgir de la nada 3,47 clones suyos.

Lo mismo ocurrió, en fin, con las libras esterlinas. Cameron tuvo que apresurarse a talar un montón de árboles para subir su cuantía en un 433%. Los expertos estaban al borde de un ataque de nervios. El loco de Bernanke y sus amigos iban a provocar una terrible inflación planetaria con esa manía compulsiva de emitir trozos y más trozos de papel con dibujitos de reyes, emperadores y antiguos presidentes yanquis difuntos. Pero resulta que no ocurrió nada. Nada de nada. Nadie vio la explosión de los precios por ningún lado. Y al final, cansados de tanto esperar un apocalipsis que no llegaba nunca, a los augures no les quedó más remedio que cambiar discretamente de conversación. Porque, por mucho que creciese la base monetaria –los papelitos con las caras de estadistas muertos–, la oferta monetaria –los papelitos más el crédito que crean los bancos a partir de esos mismos papelitos– seguía estancada. He ahí el gran secreto: no hay inflación porque todas esas montañas de dinero que imprimieron los bancos centrales nunca llegaron a manos de la gente. En realidad, nadie ha usado ese enorme poder de compra para comprar nada, por eso no ha presionado los precios al alza tal como prevé la doctrina. El dinero simplemente se quedó perdido por el camino, amontonado en las cajas fuertes de los bancos. ¿Y por qué no llegó a la gente? Pues por una razón simple: porque la gente no lo quería. Y la gente son los consumidores pero también los empresarios. Los libros de texto en los que estudiaron los alarmistas decían que si baja el precio de dinero aumentará de inmediato la demanda de crédito. Pero los libros estaban equivocados. En una crisis de balances, y ésta es una crisis de balances, si baja el precio del dinero… nadie pide a los bancos ni un céntimo adicional.

Por eso la paradoja en apariencia inexplicable: con el dinero más barato que nunca, europeos, norteamericanos y japoneses se han puesto a ahorrar más que nunca. Es decir, los consumidores y los empresarios están haciendo justo lo contrario de cuanto ordena que hagan la teoría económica al uso. Exactamente lo contrario. Los estímulos monetarios no estimularon a nadie. Facilitaron, eso sí, liquidez a un sistema financiero asfixiado. Pero nada más. Aquí, en España, la falacia dominante en el discurso oficial, tanto el del Gobierno como el de la oposición, achaca a la falta de crédito bancario el persistente estancamiento de la economía. Si lográramos desatascar la palanca del crédito, razonan al alimón PSOE y PP, el aparato productivo volvería a ponerse en marcha. La clave, no cesan de repetir, es el crédito. ¡El crédito!, exclama Rajoy. ¡El crédito!, repite Rubalcaba. Otra prueba de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Porque si el crédito del sector privado sigue estancado en todo Occidente pese a haber cometido en las imprentas la mayor orgía de billetes de banco de los últimos setenta y cinco años, tendría que ser evidente que el problema no es la oferta de crédito. Ocurre que los consumidores, que ven cómo su principal activo, la vivienda, sigue encogiendo de valor día a día, no quieren saber nada de créditos. Y tampoco las empresas, ahora solo obsesionadas por conseguir devolver su gigantesca deuda previa al crash. No, el problema no es la falta de crédito. Al revés, el verdadero problema es que nadie quiere un crédito que no sea para ir tirando con los gastos corrientes. Ni lo quiere ni lo va a querer en mucho tiempo. Las explicaciones fáciles, siempre equivocadas.

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